Larga Navidad para comprar
PEDRO UGARTE
El tema es recurrente, pero también inevitable, ya que ha alcanzado dimensiones asombrosas: cada año la parafernalia navideña se alza más temprano, hasta el punto de que este artículo bien podía haberse publicado a mediados de noviembre. El fenómeno llega hasta la obscenidad. No había mediado el mes anterior cuando un ejército de operarios empezaba a levantar el periódico teatro y, como ocurre con todos los hitos costumbristas, ello determina de forma imperativa el comportamiento social.
Desde hace semanas el atardecer es un abigarrado fluir de gente en todas direcciones, entrando y saliendo de las tiendas, transportando paquetes de regalo. Es la excitación que, en otro tiempo, se circunscribía a unos pocos días, cuando todo el mundo buscaba con apremio ese último y difícil obsequio para el último (y difícil) pariente. Pero ahora las cosas han cambiado. Las tiendas disfrutan de más de mes y medio de febril actividad y presiento que muy pronto los sindicatos tendrán que tomar cartas en el asunto: eso de dejar la paga extra para diciembre resulta una catástrofe. De hecho es la nómina de noviembre la que adelgaza a marchas forzadas y deja a la gente con lo puesto cuando su tarjeta de crédito apenas ha empezado a funcionar.
Conmueve la sinceridad con que el fenómeno se ofrece en estos últimos años. Hace años la Navidad tenía una motivación religiosa. Después se abrió paso un laicismo bienintencionado que reconocía un tiempo propicio para los buenos deseos. Ahora ya no quedan ni buenos deseos ni nada. En Bilbao (presumo que en otras ciudades pasan cosas semejantes) los comerciantes acaparan la efeméride. Hace tiempo que ellos mismos financian la luminosa decoración de algunas calles. Quizás el fenómeno no es nuevo, pero al menos este año llama más la atención: en Bilbao, en barrios como Indautxu o El Ensanche, los motivos navideños brillan por su ausencia. Por supuesto ya nadie comete la imprudencia de esgrimir motivos bíblicos, pero es que ya no quedan ni neutrales hojas de acebo. En más de una vía pública los comerciantes han consumado un golpe de Estado total. Los letreros luminosos ahora dicen: "Comercios de El Ensanche" o "Comercios de Indautxu".
Esto tenía que pasar. Ni belenes, ni buenos deseos, ni zarandajas: las fechas son una orgía comercial. La clásica denuncia de una Navidad mercantilizada no tiene sentido. Porque ya no hay un mercado que se aprovecha de la Navidad. La Navidad, en sí misma, es un mercado. Los letreros luminosos que financian los comercios lo dicen a las claras. No hay nada que conmemorar. Aquí lo que hay es comercio y punto. Al pan pan y al vino vino. Admira la honradez de esos letreros, pero molesta su profunda desinhibición. Una Navidad cuya imaginería pasa por la identificación corporativa de las asociaciones de comerciantes es una Navidad bastante triste.
Muchos hubiéramos preferido que los comerciantes se comportaran de modo más pudoroso. Muchos hubiéramos apostado porque siguieran haciendo negocio bajo la excusa de los buenos deseos y de promesas de paz y de reconciliación. No les habría costado demasiado. Una muestra de buen gusto. Una delicadeza para sus clientes, cuyas tarjetas de crédito iban a ser exprimidas con igual eficacia, pero al menos bajo la excusa de cierta cobertura moral. Pero no. La Navidad nos la financian las asociaciones de comerciantes, y juzgan innecesaria esa delicadeza. Mientras tanto, nos alargan el estado de excitación colectiva y nosotros vivimos durante semanas y semanas la ficción de que debemos comprar un último regalo, ese que siempre resulta tan difícil.
Me pregunto por qué es precisamente en esta época, que ya nada significa, cuando hay que hacer grandes regalos. Esta época quiere decir del 1 de noviembre hasta el 15 de enero. Supongo que, con los años, los comerciantes conseguirán extender el sobresalto desde el arranque del otoño hasta la conclusión del invierno. Todo se reducirá a mantener las luces encendidas por más tiempo.
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