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Reportaje:

Surcos entre nubes

Iberia conmemora su 75º aniversario con el recuerdo del primer vuelo Madrid-Barcelona: una maleta perdida fue recuperada

Iberia conmemora su 75º aniversario con el recuerdo del primer vuelo Madrid-Barcelona: una maleta perdida fue recuperada

Volar. Tomar altura. Surcar las nubes y aspirar la brisa: descubrir con sorpresa las ondulaciones de la tierra, los árboles, los cursos plateados de los ríos... Todo un sueño que al comienzo del siglo XX fue posible satisfacer mediante el despliegue de la aviación comercial. Durante décadas, el anhelo de volar se asoció en España con una palabra; la palabra remitía a la denominación arcaica de la península, Iberia. Evocaba a sus primeros moradores. Quizá por ambos significados, en unos años donde lo identitario jugó papel remarcable, fue una firma eficaz para nombrar una compañía aérea española, la misma que hoy celebra 75 años de su primer vuelo, que unió Madrid y Barcelona. Desde entonces, la línea ha vendido 500 millones de pasajes y hoy cuenta con 27.893 empleados, 200 aviones y une las dos grandes ciudades españolas con más de 40 vuelos diarios. Pero el arranque de aquella línea fue casi una gesta.

Iberia había sido creada en junio de 1927. Tenía su sede junto al palacio de las Cortes, en la calle de Fernanflor. Su dueño era un empresario de Getxo, Horacio Echebarrieta. Él suscribió las tres cuartas partes del millón cien mil pesetas de capital social con el que fuera fundada. A la compañía alemana Deutsche Luft Hansa pertenecía una cuarta parte de la sociedad anónima Iberia, que había adquirido en Berlín tres aparatos Rohrbach Roland. Eran aeroplanos con capacidad para diez viajeros, de asientos de mimbre con anuncios de bicarbonato Torres Muñoz en sus espaldares, dentro de un fuselaje de duraluminio con tres motores BMW, de 240 caballos de vapor, en el morro y en ambas alas. Surcaba el cielo a una velocidad de hasta 150 kilómetros a la hora. El vuelo unió Madrid con Barcelona en los dos sentidos.

La jornada inaugural comenzaba en la capital catalana, a las 8.45 del 14 de diciembre de 1927, con el despegue del primer avión. En Madrid, el rey Alfonso XIII, con los ministros Aunós, Martínez Anido y próceres varios, aguardaba la llegada de aquel aparato procedente de Barcelona, pilotado por un alemán de apellido Kommal, con tres mecánicos alemanes y tres miembros de la Liga Aeronáutica Catalana a bordo. El Rey quería recibir al avión procedente de Barcelona y despedir, en torno al mediodía, a otro aparato idéntico Rohrbach Roland que, pilotado por el capitán de Artillería Antonio Rexach, se aprestaba a despegar del aeropuerto madrileño Loring, en Carabanchel Alto en dirección a Barcelona. Con Rexach aguardaban dentro del aparato los señores Madariaga, Rimbau, Urgoiti, Troyano y Gascón, así como dos periodistas gráficos, Marín y Contreras.

Pero Kommal no llegaba y Rexach, sin noticias del avión gemelo, despegó. Aunque entonces no se difundía mucho este dato, los pilotos se guiaban por la orografía y, sobre todo, por una cadena de secanos baldíos, alisados con grandes rodillos y que, separados por distancias inferiores a los cien kilómetros, jalonaban las rutas aéreas desde tierra y se convertían en plataformas para posibles aterrizajes de emergencia. A veces, desde tierra, se montaban fogatas para que los aviadores averiguaran el rumbo del viento. El ruido en el interior de las cabinas no era menor que el frío que penetraba su fuselaje. Pero el entusiasmo de los aeronautas superaba todas las dificultades. A las cuatro de la tarde, el Rohrbach matriculado M- CBBB llegaba al aeródromo del Prat, donde el alcalde de Barcelona, barón de Viver, recibía un mensaje de salutación del alcalde interino de Madrid, Manuel Semprún, conde de Mirasol.

Tras las sonrisas de los recién llegados a Barcelona se ocultaba una inquietante preocupación: ¿qué habría pasado con el otro avión?: lo supieron más tarde, gracias al telégrafo. Kommal, que era alemán, desconocía las características orográficas y meteorológicas de los vuelos interiores por España. A la altura del Moncayo, comenzó a hallar problemas por causa de un temporal de nieve que descargaba sobre tierras sorianas. En Almazán, el piloto alemán se vió obligado a aterrizar sobre un sembrado.Tras escampar, recobrada cierta bonanza, reemprendió vuelo y llegó a Madrid a las dos de la tarde, dos horas después de la salida de Madrid del avión del capitán Rexach. El rey, cansado de la espera, se había marchado poco antes.

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El avión llegado de Barcelona llevaba la matrícula M-CACA, que fue inmediatamente sustituida. Uno de los seis viajeros que volaban en aquel aparato perdió una maleta, si bien apareció horas después. Desde entonces, y salvo los domingos, habría un vuelo diario Madrid-Barcelona y otro Barcelona-Madrid. El viaje de ida costaba 163 pesetas, salario mensual de un empleado. El ida y vuelta costaba 300 pesetas. Así empezó todo.

Heroínas en tela de paracaídas

Figuras destacadas de la línea aérea española fueron siempre las azafatas, incorporadas a los vuelos con América en 1946. Se les exigía no casarse mientras estuvieran en la compañía, según narró Marichín Ruiz de Gámiz a la revista Aeroplano.

Eran jóvenes resueltas, casi siempre aristócratas, y hablaban idiomas. A veces, las azafatas traducían en vuelo a los pilotos -sin idiomas- las instrucciones recibidas por radio. Daban conversación y tranquilizaban a los pasajeros que la emprendían a grito pelao cuando el avión cruzaba un bache de aire o al comprobar la formación de hielo en las alas. Repartían emparedados de tortilla entre los viajeros sólo si volaban las 37 horas de la travesía escalonada a Buenos Aires.

Era tal la precariedad, que en las escalas compraban de su bolsillo licor para el pasaje. Al principio se costeaban su uniforme de invierno, azul marino; el de verano, para ahorrar, lo confeccionaban con paracaídas. El desplazamiento a los aeropuertos corría por su cuenta, como los platos y tazas rotos en vuelo. Cobraban 250 pesetas al mes y cinco veces más por volar a América

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