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Columna
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Sapiens sapiens

Una vez, cuando era pequeña, me llevaron a la cueva de Altamira. De aquella primera visita no guardo propiamente recuerdos. Son las reproducciones las que han ido fijando en mi memoria el dibujo y la policromía de los caballos, los ciervos y sobre todo de los bisontes. Sin embargo conservo la huella de una emoción muy intensa, de una excitante mezcla de asombro, ensoñación y susto. Es que los niños miran de otra manera, con menos detalle y más maravilla.

Ahora he vuelto para visitar la réplica de esa misma cueva, y me he emocionado de un modo muy distinto. Crecer significa también llenar con curiosidad el hueco que ha dejado la inocencia. Esta nueva emoción tiene que ver con la constatación de que el arte está desde el origen con lo humano. O mejor, con el convencimiento de que el arte, la reflexión estética, es uno de los ingredientes fundacionales de lo humano.

Hace quince mil años aquellos seres "primitivos" tuvieron que inventarlo todo, el lenguaje, el amor, el tiempo, la convivencia, los dioses, y mientras lo hacían sacaban pigmentos del carbón y del hierro y representaban, ayudándose del relieve de la piedra para darle más realismo a sus figuras, a los animales que veneraban o temían -o tal vez ya las dos cosas a un tiempo-, que respetaban, en cualquier caso, como piezas clave de su propia supervivencia. Los científicos clasifican a los altamiranos entre los sapiens, sapiens. Se comprende.

Me ha costado volver de Altamira. Pasar de su belleza silenciosa a nuestra dudosa y atronadora estética. Pero lo más duro ha sido cambiar de sensación. Percibir allí el preludio de la civilización, la conciencia y la voluntad de su nacimiento. Sentir aquí que estamos en su epílogo. Que el ser humano que ha pasado por todo, de ésta- violencia, destrucción, concienzuda degradación de las capacidades de la mente- no va a salir. Que desaparecerá -los científicos dicen que la vida proseguirá sin él; supongo que se refieren a la vida que quede-, o que iniciará un itinerario evolutivo inverso, retrógrado. Del sapiens sapiens, a la mitad, y luego a un cuarto, al antecesor de Atapuerca, y a peor.

He vuelto del todo pero sigo pensando en el arte. En los libros que no van a leerse en el futuro, que enmudecerán por lo tanto y con ellos su contribución estética y su enseñanza. Porque cada vez serán menos -lo son ya- las personas no sólo interesadas en leer a Virgilio o a Joyce o a Cervantes o a Tsvietaieva, sino capaces de hacerlo. Y capaces de conectar los tiempos de la pintura, de dialogar críticamente con su significación. De distinguir la creación cinematográfica de la producción cinematográfica. De detener el tiempo, su carga, para reemplazarlo por la sucesión milagrosa de una sinfonía.

Paradójicamente, nunca se ha construido más cultura. Más museos espléndidos o bibliotecas deslumbrantes. No hay que engañarse, no son sino espejismos, fenómenos que como ya se sabe -o se sabía- se dan fundamentalmente en el desierto. Además a estas construcciones colosales se ha puesto de moda llamarlas "faraónicas". Me parece muy acertado el calificativo. Y lo digo sin tener en cuenta la vanidad o la ambición de sus artífices, pensando sólo en que se trata de auténticas pirámides. Mausoleos del arte, recintos de su entierro.

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Voy a someter ahora a esta columna a un abrupto salto evolutivo. La Unión Europea acaba de prohibir cualquier publicidad de tabaco. Yo prohibiría la mitad de los anuncios de la televisión. Por ejemplo ese que recomienda a las jóvenes que "piensen con el estómago". No sólo lo prohibiría sino que lo incluiría entre los tipos penales, como apología del terrorismo mental, de las dependencias alienantes. Y lo sustituiría por algo más (est)ético: "Rebélate contra quienes desean convertirte en un imbécil. Reivindica tu patrimonio cultural. Las herramientas de acceso, de disfrute y de réplica. Pon, en definitiva, un bisonte en tu vida, en el relieve de tu imaginación, sabiamente".

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