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Columna
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Olé tus huevos

El Festival de Jazz de Barcelona proporciona a los aficionados momentos inolvidables. Quizá porque el elevado precio de las entradas invita a amortizar al máximo el disfrute del espectáculo, algunos melómanos consideran necesario expresar su entusiasmo más allá del aplauso. Durante el concierto de Chucho Valdés en el Palau de la Música, por ejemplo, no faltaron los que, contagiados por la atmósfera caribeña, sintieron el irreprimible deseo de proferir un agudo "uouuh", parecido al que emitirían al pillarse los pelos púbicos con la cremallera de la bragueta. No es la primera vez que oigo estos chillidos. Parece que un concierto sin "uouuh" es como una corrida sin olés o, por decirlo con otras palabras, una noche de sexo sin sobreactuados gemidos. En otros tiempos, y en este mismo festival-cada-vez-menos-de-jazz, lo que se llevaba era el yeah, onomatopeya con la que ciertos espectadores aliñaban la actuación de, pongamos, un bluesman obeso y sudoroso. Soltar un yeah a tiempo se consideraba el súmum de lo enrollao y daba derecho a elevarse por encima del populacho que intentaba disfrutar del concierto sin dar el coñazo.

En el mismo escenario, y durante el reciente recital de Diego el Cigala, se puso de manifiesto la riqueza jaleadora del flamenco. Aquí son los acompañantes quienes jalean al solista, siguiendo una ancestral tradición. "Toma que toma que toma, pastilla de goma", puede soltarle un palmero a su cantaor. Pero, a veces, el público también aporta sus propios comentarios. En el Palau, un espectador le espetó a Diego un merecido: "Quédate aquí toda la noche, Cigala". Es difícil saber cuándo uno ya está capacitado para jalear. Lo que resulta jaleable para unos no lo es para otros y, por tanto, sólo deberían tolerarse euforias verbales de calidad. Cuando, en uno de sus mejores discos, un primo de Camarón le comenta: "¡Podrías cantar mudo!", está constatando una verdad que el tiempo no ha hecho más que confirmar. Camarón, en efecto, sigue cantando incluso muerto. También puede ocurrir que haya frases que merecerían ser jaleadas y no lo sean. Caldito canta su Somos retornables y dice: "A mí me gustaría saber / qué piensa una cerveza / cuando le ponen una chapa / en la cabeza / y la meten en una nevera / llena de botellas / y se preguntan entre ellas / ¿dónde iremos a parar?", y echas de menos que alguien profiera uno de esos espontáneos arsa, tan resultones en el flamenco.

En ocasiones, el jaleo se limita a ser piropo. "¡Vamos allá, Bambi, que ya está bien!", le decían al inmortal Bambino. "Quillo, vamos a hacer algo de compás", prometen Los Mártires del Compás. En un CD que recoge grabaciones de la procesión gitana de La Camarga (Les gitans, pèlerinage aux Saintes-Maries-de-la-Mer, editado por Albatros) se puede escuchar: "No puedo, que me duelen los dedos", autojaleo de un guitarrista que no puede con su alma pecadora después de tres días de rave etílico-religiosa. Por suerte o por desgracia, la música clásica todavía no ha introducido esta costumbre y es raro que durante un concierto alguien se levante e, impulsado por un testosterónico sentido de la expresividad, exclame: "Olé tus huevos, Baremboin". En la vida extramusical, en cambio, necesitamos jalearnos, aunque sea mentalmente. Si, tras cocinar durante horas, conseguimos deslumbrar a nuestros invitados y éstos ni siquiera nos felicitan, sustituimos su mala educación con un introspectivo "¡di que sí, Bocusse de Sant Gervasi!". Cuando consigues olvidarte para siempre de ese hipócrita e interesado que se las da de amigo sólo para exprimirte y utilizarte, te has ganado una onomatopeya jubilosa como las que acompañan la vertiginosa música de los Fulgerica & The Mahala Gypsies (Gypsy music from the city of Bucharest, editado por World Connection). Cuando nuestros aciertos en el trabajo merecerían algo más que la estruendosa indiferencia con la que son recibidos, nos repetimos un requeteolé, que repara los boquetes abiertos en nuestra autoestima. Y si sobrevivimos a un concurso de bebedores de vodka después de competir contra uno de los más temibles gaznates de Minsk, nos dedicamos un "dale un descanso al riñón, bielorruso" a guisa de medalla anímica. Por no hablar de cuando, tras verla durante meses, nos atrevemos finalmente a entablar conversación con esa chica que parece salir del espectacular grupo WIT y que, milagro, nos invita a su apartamento (del que, tras intercambiar toda clase de puntos de vista, salimos al amanecer, surfeando sobre un gigantesca ola de satisfacción). Entonces nos encantaría que el mundo entero, puesto en pie, se pusiera a ovacionarnos (como en ese anuncio del ayuntamiento en el que los vecinos aplauden a un ciudadano que tira la basura al contenedor). Y, ya puestos a pedir, que chillen expresivos yeah, olé, uouuh o jozú.

El Festival de Jazz de Barcelona proporciona a los aficionados momentos inolvidables. Quizá porque el elevado precio de las entradas invita a amortizar al máximo el disfrute del espectáculo, algunos melómanos consideran necesario expresar su entusiasmo más allá del aplauso. Durante el concierto de Chucho Valdés en el Palau de la Música, por ejemplo, no faltaron los que, contagiados por la atmósfera caribeña, sintieron el irreprimible deseo de proferir un agudo "uouuh", parecido al que emitirían al pillarse los pelos púbicos con la cremallera de la bragueta. No es la primera vez que oigo estos chillidos. Parece que un concierto sin "uouuh" es como una corrida sin olés o, por decirlo con otras palabras, una noche de sexo sin sobreactuados gemidos. En otros tiempos, y en este mismo festival-cada-vez-menos-de-jazz, lo que se llevaba era el yeah, onomatopeya con la que ciertos espectadores aliñaban la actuación de, pongamos, un bluesman obeso y sudoroso. Soltar un yeah a tiempo se consideraba el súmum de lo enrollao y daba derecho a elevarse por encima del populacho que intentaba disfrutar del concierto sin dar el coñazo.

En el mismo escenario, y durante el reciente recital de Diego el Cigala, se puso de manifiesto la riqueza jaleadora del flamenco. Aquí son los acompañantes quienes jalean al solista, siguiendo una ancestral tradición. "Toma que toma que toma, pastilla de goma", puede soltarle un palmero a su cantaor. Pero, a veces, el público también aporta sus propios comentarios. En el Palau, un espectador le espetó a Diego un merecido: "Quédate aquí toda la noche, Cigala". Es difícil saber cuándo uno ya está capacitado para jalear. Lo que resulta jaleable para unos no lo es para otros y, por tanto, sólo deberían tolerarse euforias verbales de calidad. Cuando, en uno de sus mejores discos, un primo de Camarón le comenta: "¡Podrías cantar mudo!", está constatando una verdad que el tiempo no ha hecho más que confirmar. Camarón, en efecto, sigue cantando incluso muerto. También puede ocurrir que haya frases que merecerían ser jaleadas y no lo sean. Caldito canta su Somos retornables y dice: "A mí me gustaría saber / qué piensa una cerveza / cuando le ponen una chapa / en la cabeza / y la meten en una nevera / llena de botellas / y se preguntan entre ellas / ¿dónde iremos a parar?", y echas de menos que alguien profiera uno de esos espontáneos arsa, tan resultones en el flamenco.

En ocasiones, el jaleo se limita a ser piropo. "¡Vamos allá, Bambi, que ya está bien!", le decían al inmortal Bambino. "Quillo, vamos a hacer algo de compás", prometen Los Mártires del Compás. En un CD que recoge grabaciones de la procesión gitana de La Camarga (Les gitans, pèlerinage aux Saintes-Maries-de-la-Mer, editado por Albatros) se puede escuchar: "No puedo, que me duelen los dedos", autojaleo de un guitarrista que no puede con su alma pecadora después de tres días de rave etílico-religiosa. Por suerte o por desgracia, la música clásica todavía no ha introducido esta costumbre y es raro que durante un concierto alguien se levante e, impulsado por un testosterónico sentido de la expresividad, exclame: "Olé tus huevos, Baremboin". En la vida extramusical, en cambio, necesitamos jalearnos, aunque sea mentalmente. Si, tras cocinar durante horas, conseguimos deslumbrar a nuestros invitados y éstos ni siquiera nos felicitan, sustituimos su mala educación con un introspectivo "¡di que sí, Bocusse de Sant Gervasi!". Cuando consigues olvidarte para siempre de ese hipócrita e interesado que se las da de amigo sólo para exprimirte y utilizarte, te has ganado una onomatopeya jubilosa como las que acompañan la vertiginosa música de los Fulgerica & The Mahala Gypsies (Gypsy music from the city of Bucharest, editado por World Connection). Cuando nuestros aciertos en el trabajo merecerían algo más que la estruendosa indiferencia con la que son recibidos, nos repetimos un requeteolé, que repara los boquetes abiertos en nuestra autoestima. Y si sobrevivimos a un concurso de bebedores de vodka después de competir contra uno de los más temibles gaznates de Minsk, nos dedicamos un "dale un descanso al riñón, bielorruso" a guisa de medalla anímica. Por no hablar de cuando, tras verla durante meses, nos atrevemos finalmente a entablar conversación con esa chica que parece salir del espectacular grupo WIT y que, milagro, nos invita a su apartamento (del que, tras intercambiar toda clase de puntos de vista, salimos al amanecer, surfeando sobre un gigantesca ola de satisfacción). Entonces nos encantaría que el mundo entero, puesto en pie, se pusiera a ovacionarnos (como en ese anuncio del ayuntamiento en el que los vecinos aplauden a un ciudadano que tira la basura al contenedor). Y, ya puestos a pedir, que chillen expresivos yeah, olé, uouuh o jozú.

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