Groucho, Chico y Gaspart
Saltó como un resorte. Fue en mitad de una lluvia de botellas, botellines, programas de mano, encendedores, improperios y bolas de golf. Con la febril ayuda de Carles Puyol, las asistencias retiraban diversos proyectiles, unos crudos y otros vulcanizados, comprimidos o preparados al horno. Mientras las cuatro esquinas del campo se transformaban en un vertedero bajo la metralla del estadio, una cabeza de cochinillo, cochinillo asado en su punto, con su tersa piel de momia de cocina y su brillo ibérico, asomaba misteriosamente por la línea de banda. Justo entonces, Joan Gaspart, sin duda indignado por el cargante empeño de Figo en tirar los córners, frunció el labio, se mordió la lengua y asomó esa inconfundible cabecita de tortuga por la solapa de la gabardina.
De pronto nos ofreció un alarde de agilidad: abandonó la butaca presidencial, en un solo quiebro sorteó a ministros, alcaldes, socios y candidatos, hizo la tijereta de Chiquito de la Calzada y alcanzó de un salto el tiro de la escalera. La siguiente secuencia fue memorable: para mejorar el efecto cómico, nuestro hombre alargó el cuello, retrasó la rabadilla y, al mejor estilo de Groucho Marx, a mitad de camino entre la oca y la grulla, empezó a merendarse los peldaños de dos en dos. ¿Adónde iba a esa velocidad? ¿Tenía algún problema de intestino? ¿Pediría una nueva ración de sopa de ganso? ¿Quería conseguir la receta del cochinillo? ¿Necesitaba más madera para el horno? ¿Había olvidado algo en el camarote?
Quizá sea más sencilla la explicación a semejante ejercicio tragicómico. Gaspart pertenece a una promoción de directivos sin fondo que nunca han sabido distinguir la gimnasia de la magnesia. Algún día, ya fuese por vanidad, por puro interés publicitario o por una oscura vocación de comisionistas, formaron parte de la corte de forofos distinguidos que merodeaba por los palcos y las tertulias. Lo cierto es que, a la menor oportunidad, estos inestables muchachos terminan creyéndose Napoleón, olvidan las imposiciones de su cargo y pierden invariablemente la razón y la compostura. Luego, su comportamiento entra en los dominios de la patología social. Unos buscan los insultos más zafios en el cubo de la basura, otros van al cuerpo a cuerpo para castigar el hígado del contrario y algunos, como Joan Gaspart, frecuentan la astracanada sin el más mínimo rubor profesional.
Ahora, muchos de sus consocios le devuelven los desperdicios que cayeron sobre el campo; incluso le anuncian mociones de censura. No se vaya, amigo. Rumores sin confirmar indican que puede ser llamado para participar en la cabalgata de Reyes.
Haría las delicias de los niños lanzando caramelos y sólo habría que añadir una letra al reparto: Melchor, Gaspart y Baltasar.
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