Un nudo de locura y verdad
No hay que buscar (pues no lo busca ella) en esta película destellos de luz, ni nieblas de intriga, ni llamadas al espectáculo. Los belgas Luc y Jean-Pierre Dardenne no buscan distraer, sino lo contrario, impedir que el espectador escape del territorio de un severo ensimismamiento, de la encerrona íntima que genera la percepción del dolor extremo, con lo que arrastra de fuente de malestar y de locura.
Es razonable que se abstengan de ir a ver El hijo quienes buscan en la pantalla entretenimiento, acción o aventura o cualquiera otra forma noble de evasión, que son los más. Está lejos este vigoroso filme de ser un juego de emoción y sentimentalidad. Es, en cambio, una ascética conversión de la pantalla en un áspero territorio del conocimiento. La cámara arranca a mordiscos materia dolorida de vida, de mala vida, y la hace documento, verdad, evidencia de espíritu. Y el desgarro que los hermanos Dardenne pasan por los filtros de su cámara nos fuerza a un careo con una forma extrema de desdicha, una tragedia real, verídica, cuya desoladora visualización metafórica nos concierne, es asunto de todos, un golpe de universo.
EL HIJO
Dirección y guión: Luc y Jean-Pierre Dardenne. Fotografía: Alain Marcoen. Intérpretes: Olivier Gourmet, Morgan Marinne, Isabella Soupart. Producción: Dardenne. Bélgica, 2002. Género: drama. Duración: 103 minutos.
Ilumina El hijo una oscura esquina imaginaria de un espeluznante suceso arrancado de su escondrijo en un estercolero de la crónica negra. Imaginemos que -tras años de reclusión, que acabaron hace pocos meses con la devolución a la sociedad que les moldeó, de los dos niños, de espantosa celebridad, torturadores y asesinos de otro niño más pequeño en un arrabal de Liverpool- uno de estos niños asesinos, ya un muchacho, casi un hombre escondido detrás de una nueva identidad, pide y logra ingresar en una escuela de carpintería en la que -por un azar convertido en destino, en fatalidad- el maestro es el padre del niño asesinado por él.
Y comienza la espantosa y temeraria, pues no da tregua al espectador, metáfora trágica de El hijo, en la que el alcance estético es absorbido, hasta quedar fundido en él, por el alcance moral de un ejercicio de cine de alta nobleza y altísima dificultad, que roza las calidades de lo excepcional, y que en él último Festival de Cannes ganó con justicia el Premio de la Crítica y el del mejor actor, Olivier Gourmet, genial intérprete del padre, un hombre azotado en carne viva, que se mueve, en tensión íntima extrema, sobre los bordes deslizantes de la locura, y que de pronto es dueño del despojo humano que asesinó a su hijo, ahora convertido en su tutelado, en nuevo hijo suyo.
Se suceden en áscesis, en total despojamiento ornamental, escenas secuenciales de gran fuerza realista, de enorme empuje documental, y dificilísimas de sostener, como la primera en que Olivier Gourmet actúa, mientras su cerebro hierve de rencor febril, como padre profesional de quien le arrebató el hijo; y su abismal viaje a la habitación donde vive el muchacho asesino, a tumbarse en su camastro; y la loca determinación que expulsa la madre del niño asesinado al acercarse al asesino y el padre la frena; y la partida o batalla de futbolín; y el inicio de la educación del criminal en el coche donde consumó su crimen; y la hermosa (y no hace falta decir que extremadamente compleja) resolución del nudo trágico en una escena de gran fuerza catártica, liberadora. Y más brotes de la encendida, volcánica verdad que se mueve en las tripas de este nuevo, y nuevamente lleno de radicalidad, filme de los creadores de La promesa y Rosetta, otras dos joyas fundacionales del nuevo y regenerador impulso realista del cine europeo.
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