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Noticia de un pobre diablo

Rafael Argullol

¿Quién se acuerda de José Padilla? Supongo que nadie. Yo mismo había olvidado este nombre hasta que azarosamente, con motivo de un traslado, he encontrado una carpeta con páginas de periódico recortadas hace seis meses. En ellas se informaba espectacularmente del caso José Padilla. También había convocado mi atención tanto por la gravedad de los hechos como por la curiosidad de saber hacia dónde conducirían. Recorté las páginas del periódico -otras veces lo había hecho-, aunque sin ser aficionado a hacerlo, porque quería observar la continuidad de una noticia de tal calibre. Durante unas semanas estuve atento a las informaciones sobre José Padilla. Luego, como los mismos periódicos, me olvidé.

En los recortes de la carpeta hay una fotografía de Padilla. No sé si corresponde a su ficha policial, pero da la impresión de que así es. Los hombres de todas las condiciones quedan igualados siempre por la ficha policial: ojos simultáneamente duros y huidizos, rictus inquietante. Resultan sospechosos e incluso es difícil dudar de su culpabilidad. Padilla era uno de esos hombres y así se había asomado al mundo el 10 de junio de 2002, cuando el Gobierno de Estados Unidos había anunciado su detención.

El periódico al que le mutilé una hoja recogía la noticia del arresto y la fotografía del arrestado. Naturalmente, parecía peligroso, aunque más para un delito callejero que para el sofisticado crimen que solemnemente se le atribuía. Pero era imposible vacilar ante la gravedad del peligro anunciado y el rango de sus portavoces. John Ashcroft, el fiscal general, había interrumpido una visita oficial a Rusia para anunciar desde Moscú, por televisión y en directo, que había sido detenido un individuo que preparaba un atentado de enorme envergadura: Paul Wolfowitz, el subsecretario de Defensa, se extendía en lo descomunal del plan terrorista; George Bush, el presidente, veía en el detenido "una amenaza para el país" y lo declaraba "combatiente enemigo".

No obstante, este mismo periódico del 11 de junio indicaba a los lectores españoles que José Padilla era de nacionalidad norteamericana. Es cierto que era todo cuanto el detenido tenía a su favor. Lo demás era tan sospechoso como su foto: nacido en Brooklyn de origen portorriqueño, se había convertido al islam con el nombre de Abdulá al-Mujahir. Y lo peor de todo es que, en lugar de ser un delincuente de banda callejera, era nada menos que un delincuente nuclear.

Pues ésta era la sensacional acusación, aunque luego los detalles introdujeron al lector en un galimatías kafkiano. Padilla estaba preparado para detonar una bomba sucia en una gran ciudad, probablemente Washington. Luego resultaba que la bomba sucia, descrita como un explosivo convencional rodeado de materiales radiactivos, no "había llegado a existir". Más adelante quedaba claro que el terrorista nunca había dispuesto de los materiales necesarios (el cesio-137 o el cobalto-60) para construir aquella bomba y, por último, que el plan había sido abortado con tanta celeridad que no se sabía apenas nada del hipotético artefacto. Como no había más que contar acerca de la delincuencia nuclear de Padilla, el periódico completaba la información aludiendo a su más que esperable delincuencia común: fue miembro de una pandilla de adolescentes, había sido internado en cárceles de Illinois y Florida, condenado finalmente por delito de poca monta.

Pese a esa humildad, Padilla ya era siniestramente famoso en el mundo entero. Me acuerdo bien que en aquella tarde de junio los bien surtidos quioscos de la Rambla en Barcelona así lo atestiguaban con la foto del apocalíptico criminal presidiendo portadas de periódicos de todo el mundo. Como puede suponerse, las televisiones se encargaban de que la onda expansiva fuera incomparablemente mayor.

El día 12 de junio, José Padilla era todavía muy importante. En mi hoja recortada de periódico de ese día se decía que el FBI tenía la convicción de que no era un "pobre diablo", como podía pensarse por su biografía, y según insinuaban unas escasas voces, sino el centro de una telaraña terrorista a gran escala. El fiscal Ashcroft estaba convencido de su extrema peligrosidad y un presidente Bush eufórico se congratulaba de que "una gran caza del hombre estuviera en marcha" porque "este tipo, Padilla, era un mal tipo, que estaba donde debía estar". El lector era informado, en efecto, de dónde estaba: en una base militar de Charleston, Carolina del Sur, aislado y sin contacto con abogado alguno. Desde la India, comentando la gravedad del asunto, el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, afirmaba que tal vez Padilla no sería juzgado nunca y que podía permanecer detenido "durante toda la guerra".

Era difícil saber a qué guerra se refería en concreto Rumsfeld. Como quiera que fuera, según mi hoja recortada de aquel día, el 13 de junio, José Padilla había quedado envuelto en una guerra global con armas químicas, biológicas y nucleares. Pero perdía protagonismo, puesto que las referencias a él eran menores que en los días anteriores. Había, sin embargo, algunos indicios favorables a su persona. El periódico publicaba una foto en la que se veía un cartel colocado en el domicilio de la madre: "Dejen a esta familia en paz"; una abogada de oficio reclamaba la atención sobre la inconstitucionalidad de la detención; un breve informe denunciaba el vacío legal en el que se encontraba el "combatiente enemigo" Padilla. Como contrapeso, el fiscal Ashcroft aludía a las redes terroristas que giraban en torno al arrestado.

De pronto, sin embargo, el 14 de junio el despliegue informativo se reforzaba considerablemente, de modo que Padilla, según "ciertas fuentes", quedaba relacionado con una brigada norteamericana dentro de Al Qaeda. El "pobre diablo" había viajado a Pakistán, Afganistán, Egipto y Suiza. Su destino aparecía unido al del talibán norteamericano John Walker, a la revuelta de la cárcel afgana de Qala-i-Jhangi y a las guerrillas de varios países. Pese a esa obvia peligrosidad, Donald Rumsfeld declaraba misteriosamente: "No tenemos interés en juzgar a Padilla; lo que nos interesa es averiguar lo que sabe".

¿Se insinuaba en esas palabras que, después de todo, el "pobre diablo" era en realidad sólo eso, un pobre diablo? ¿Tal vez palidecía ya la estrella criminal de Padilla? El 15 de junio no hubo rastros de su nombre en el periódico. El 16, sí; según mis recortes, aunque camuflados entre los delirios de John Ashcroft, quien, tras haber anunciado, a raíz de la detención de Padilla, que "se había desmantelado una conspiración terrorista para atacar a Estados Unidos", ahora proclamaba fantasmagóricamente que "ejércitos de enemigos conspiraron en la sombra".

El "pobre diablo" había llegado a incorporarse en una escenografía digna de Shakespeare. Pero era el canto del cisne. El 17 de junio. Padilla sólo merecía una escuálida mención, y los tres días siguientes, ninguna. El día 21 de junio se informaba, como noticia marginal, que Padilla comparecería ante el juez. Tras varios días de ausencia reaparecía fugazmente en el interior de una de esas noticias-jungla en las que todo parece oscuramente revuelto: bombas sucias, espionaje, ingenieros rusos, rebeldes chechenos, servicios de información y José Padilla.

No hubo más noticias o, al menos, no tengo más recortes. Al principio buscaba ávidamente e, incluso, examiné los quioscos de la Rambla para cerciorarme de que tampoco los titulares de la prensa internacional se ocupaban de Padilla. Las televisiones, creo, habían dejado de hacerlo antes. Con el paso del tiempo yo hice lo propio. Dejé de perseguir ese apellido en los renglones del periódico y, luego, me olvidé tanto de él como de la carpeta con los recortes. Hasta que recientemente la he vuelto a encontrar.

¿Quién se acuerda de José Padilla? Quizá durante los seis meses transcurridos desde entonces los periódicos hayan informado sobre él, sin yo enterarme; quizá no. Con respecto a su posible culpabilidad, que durante unos días convirtió al "pobre diablo" en un emperador del crimen, es imposible tomar partido simplemente porque la desaparición de su nombre de los periódicos le convierte en un ser inexistente, una fugaz aparición que sólo existió en la medida en que la actualidad le señaló con su dedo.

Hay, obviamente, muchas de estas criaturas espectrales circulando por las pantallas televisivas o las páginas de los periódicos: surgen súbitamente, tienen un breve reinado, por lo general negro y sangriento, y desaparecen, como fulminadas bajo el alud de nuevas noticias. Inactuales, ya no tienen la menor importancia. En realidad nunca la tuvieron como auténticos personajes de carne y hueso, sino para algo que en nuestro mundo es mucho más imprescindible: para ser usados como síntomas de un miedo ambiental, como sombras sacrificadas en el degolladero de una época.

De la misma manera que hay un defensor del lector o un defensor del pueblo, tal vez sería necesario que existiera un defensor de las sombras, alguien que persiguiera los rastros de lo que fue actual, impidiendo, así, que el gran engranaje de la actualidad aplaste tranquilamente opiniones y conciencias mediante la imbatible técnica de presentar como deslumbradoramente nítido todo cuanto debe permanecer opaco.

Y a este respecto la historia de José Padilla es ejemplar -una más, sin embargo, de tantas otras historias similares-. Durante unos días de primavera Padilla llegó a llamar la atención de todo el mundo, precisamente porque los hombres más poderosos lo señalaron como la encarnación del máximo peligro. Subió al escenario bajo focos cegadores y el miedo del mundo encontró justificación en la llegada de este portorriqueño con cara de ficha policial. De súbito, todo quedó meridianamente claro. Pero como, en realidad, todo estaba destinado a permanecer insondablemente opaco, Padilla fue bajado del escenario y devuelto al silencio.

Es una historia ejemplar porque podemos sospechar que es la Gran Historia la que se sirve de tantos Padilla. Acaso haya sido siempre así, sólo que ahora los focos parecen más potentes, y las oscuridades, más impenetrables. En cuanto al José Padilla de carne y hueso, al "pobre diablo", es difícil decidirse: ¿monstruo?, ¿espectro?, ¿mártir? O, quizá, todo al mismo tiempo.

Rafael Argullol es escritor y filósofo.

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