Los límites de Europa
La idea de Europa se define por una manera de entender la vida en común.
GISCARD D'ESTAING ha abierto el debate sobre los límites de Europa. Y la fórmula elegida -Turquía no es Europa- confirma que este debate no es sólo una cuestión de fronteras geográficas, sino ideológicas y culturales. En la construcción europea se han dado muchos pasos por el procedimiento del pacto de hechos consumados entre Gobiernos, quizá por miedo a que la discusión debilitara a la criatura. Este método tiene mucho que ver con la indiferencia con que los ciudadanos han seguido el proceso, sólo rota cuando alguna onda populista ha presentado a Europa como culpable de las incertidumbres de los ciudadanos.
Pero ha llegado el momento de dar cuerpo político constitucional a lo que empezó siendo un pacto defensivo, para que los países europeos no volvieran a enfrentarse entre ellos, y se desarrolló como un mercado hasta alcanzar la moneda única. Una vez el euro ha suplantado a las monedas nacionales, los debates de fondo ya no pueden aparcarse. La moneda es un símbolo demasiado fuerte del poder como para seguir aparentando que Europa avanza, pero los Estados siguen intactos.
La contracción del espacio y del tiempo a la que llamamos globalización no liquida la cuestión del territorio y las fronteras, por mucho que éstas se hagan permeables. ¿Debemos definir los límites de Europa o hay que dejarla como una entidad abierta susceptible siempre de nuevas incorporaciones? Los partidarios de establecer unos contornos definitivos piensan que una ampliación excesiva sólo puede debilitar a Europa. Y que no en vano los Estados Unidos, que con tanto recelo ven los progresos europeos, son los principales padrinos de la incorporación de Turquía. Una Europa indefinida en sus contornos, que deje las puertas entreabiertas a futuros socios, tiene la ambigüedad de la presunción, del que se considera tierra prometida a la que todo el mundo aspira, y del sueño utópico del camino hacia un Gobierno mundial por agregación sucesiva. El propio Pujol, partidario de una Europa limitada, especulaba, sin embargo, sobre los beneficios de un proceso que si incorporara a Turquía también debería incorporar a Marruecos, y ¿por qué no a Israel? Y si Israel, también Palestina, y así sucesivamente. Sin duda, el mundo cambiaría si estos países asumieran las reglas del juego de la Unión Europea. Pero, fabulaciones aparte, hay otro límite de Europa: el interior. Y en los últimos tiempos la regresión hacia una recuperación de protagonismo de los Estados, por más que los optimistas dicen que es una simple crisis de crecimiento, aborta algunas esperanzas.
La idea de Europa se define por un sistema de intereses económicos, pero también por una manera de hacer y de entender la vida en común. Como decía Marcel Mauss, "las formas humanas de intercambio no son reductibles a la ideología utilitarista". Y esta idea precisamente es la que caracteriza el desarrollo del modelo europeo por oposición al modelo americano, que de un tiempo a esta parte está señoreando Europa. El debate de los territorios no puede separarse del debate sobre los contenidos, que en estos tiempos de restauración -en que las derechas y parte de la izquierda están asumiendo idearios y agendas vehiculados por demagogos populistas más o menos efímeros- se expresa a través del tema de las raíces cristianas de Europa. La apelación a la tradición cristiana como valor constitucional no es sólo una referencia histórica -que requeriría otras muchas menciones-, sino que abre, en la práctica, mecanismos de exclusión. Por eso, el caso de Turquía se convierte en emblemático.
Europa tiene un problema de credibilidad. Steve Erlanger, corresponsal europeo del diario The New York Times, expresa su perplejidad ante una Europa "que ve el mundo como un inofensivo y nada amenazante lugar", lo que, "dada su historia, es a la vez extraño y contraproducente, y le crea una dependencia de Estados Unidos que es engorrosa para ambas partes y probablemente malsana". Éste es el problema de Europa: la falta de voluntad política para pensar el mundo tal como es y dotarse de los medios para ser actor principal en el mismo. Pero este ejercicio es complejo porque significa adquirir una visión global que los imperios europeos nunca tuvieron (quizá con la sola excepción del inglés), definir un proyecto compartido que sea algo más que un mínimo denominador común y no tener miedo a defender el modelo político y social propio frente a la presión de ultramar y sus caballos de Troya. La ampliación indefinida puede ser una debilidad ante la falta de coherencia, pero Europa no puede renunciar a mantener una vocación inclusiva, que pasa por la laicidad -factor específico del soft-power europeo- como criterio, a la vez, de integración y respeto.
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