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DON DE GENTES
Columna
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Mi marido me engaña

Elvira Lindo

MI SANTO ME ENGAÑA. Comenzar así un artículo es heavy, pero, qué caramba, no me gusta andarme con chiquitas. A él sí. De lo que menos te puedes fiar en esta vida es de un escritor que se mete en una Universidad a dar un curso de literatura. Aquí en la Universidad americana hay mucho tomate. Lo que yo te diga. Además, mi santo no para de leer a Philip Roth, que es único a la hora de dar ideas: casi todas sus novelas tratan de profesores salidos que cumplen las normas de lo políticamente correcto, no se entrevistan con las alumnas a puerta cerrada, nunca les dicen un piropo, evitan mirarlas a los ojos; pero, ay, el último día de curso, cuando están libres de las normas universitarias, las invitan a sus casas con la excusa de una fiesta de despedida, y después del party, oyes, que se las tiran por todo el morro. Para que luego digan que hay que prohibir programas de sexo y violencia; ¿y los libros, qué me dicen de los libros? Léanse este último de Roth, El animal moribundo, y verán lo que es bueno. Menos mal que voy entendiendo el inglés. Hace un mes le pillaba a mi santo con dicha novela y le decía de qué trata, y él me decía: de un profesor de literatura. Ya, ya. Aprendo inglés para vigilar las lecturas de mi santo. A veces lee cosas que estimulan su imaginación.

Mi santo me engaña. El otro día me dijo que había sacado entradas para Las bodas de Fígaro, él sabe que yo con Mozart me río bastante, y allí nos fuimos, a la City Opera, que es ya como mi segundo hogar, aunque le faltan los acomodadores del Teatro Real, que son guapos, jóvenes y cuando me ven me hacen la ola. Las acomodadoras de la City Opera son tan antiguas como la ópera y te dan el programa con la mano temblorosa y te da mucha pena que esas mujeres hayan envejecido encerradas en un teatro nada más que escuchando una ópera y otra. Al público del Real, sin encambio (García de la Concha me da permiso para decir sin encambio), no lo echo de menos en lo absoluto. Nos sentamos, yo con los anteojos que me compré en Chinatown, y empieza la función y a mí eso no me sonaba a Mozart. Seré burra, pero no tonta, y le digo a mi santo: "Esto no es Mozart". Y él me dijo: perdona, vida, pero me he hecho la picha un lío con las entradas y nos hemos metido en Salomé, de Richard Strauss. Menos mal que llevaba Lexatín porque si no monto en cólera. Me hice un gurruño con el abrigo y me dormí. A mí la música no me quita el sueño. Eso sí, me molestaba el señor de atrás, que estaba comiendo palomitas en plena ópera. Los americanos son muy naturales. Cuando me desperté, Salomé andaba con la cabeza del Bautista en la mano gritando y pasándose dicha cabeza por sus partes íntimas. Me pareció hiperfuerte ese masaje erótico con la cabeza del muerto todavía caliente.

Para compensar la alta cultura que mi santo me mete en vena me he hecho adicta a una serie que es lo más: Los Osbourne. Es un reality show alternativo, una especie de Gran Hermano, pero, en vez de ser unos idiotas seleccionados en una casa falsa, se trata de una mansión de verdad, la de la familia real de Ozzy Osbourne, un mítico rockero de heavy metal que vive en Beverly Hills con su mujer y sus dos hijos, a cada cual más estrafalario. Están llenos de piercings, tatuajes, tintes en el pelo, neurosis. La gente joven les adora. La madre ha pasado un cáncer en directo, el hijo toma antidepresivos, su hermana y él han dejado el colegio. Todo superedificante. La madre salía el otro día en el programa de Barbara Walters diciendo que pasar el cáncer a la vista de todo el mundo había sido superduro, pero que qué remedio si había firmado un contrato de dos años. Yo en España le propondría este reality a Rosendo Mercado. Da el perfil. Por cierto, en cuanto vuelva me compro su disco (siempre he sido muy de Rosendo). Opino que mi santo y yo también daríamos la talla para un reality, pero él no traga. Dice que no hay dinero que compre su intimidad. Yo le digo que no hay que hacer ascos.

Quién nos iba a decir a nosotros que iríamos a la Casa Gallega de Astoria (Queens), la tierra de Tony Bennett, a ver el Madrid-Barcelona. Aquello estaba lleno de abuelos españoles. El ruido y el olor eran de bar español. Gente fumando en la barra. Tortillas de patata que llegaban a las mesas. Rioja. Albariño. Pulpo. Y el público que decía: ¡huyyyyyy...!, cuando parecía que iba a ocurrir algo. Pero los fotógrafos estaban en el bar gallego de al lado, con mi querido Chencho Arias, con el hijo de Aznar, con Ruiz Manuel, el torero. Cuando salimos de la Casa Gallega era de noche. Astoria me pareció Moratalaz un sábado de invierno. Mi santo me dijo: vamos a pillar el metro que por aquí no pasan taxis. Y me vi en el metro. Bajonazo. Menos mal que llevaba el discman con el último disco de Rod Stewart. Al rockero se le ha reblandecido el corazón y ha grabado canciones de Cole Porter y de Gershwin. Yo sabía que mi santo me engañaba, en Queens sí que hay taxis, pero mientras escuchaba a Rod con su voz cascada cantar These foolish things y tenía al lado a mi santito leyendo un artículo del diario The New York Times sobre la desaparición de los glaciares en Bolivia, y dos negras enfrente mirando trágicamente al vacío, pensé: qué ideal. Qué romántico. Seré tonta.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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