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VISTO Y OÍDO
Columna
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Nostalgia de Aimar

Aquel cínico inolvidable que retrató Budd Schulberg en su novela Más dura será la caída se metió en el cuerpo de Humphrey Bogart. Luego alargó su rictus de fumador, clavó su mirada oblicua en algún lugar de la tarima y, como de costumbre, dijo entre dientes la más famosa de sus sentencias.

- Ochenta kilos son todo lo que hace falta para derribar a cualquier hombre.

Ochenta kilos de boxeador eran todo lo que hacía falta para derribar al voluminoso palurdo Toro Moreno, como habían bastado los ochenta y tantos de Clown Max Baer para derribar al campeón de laboratorio Primo Carnera, un forzudo de circo que se aplicaba a las tareas del gimnasio con la indiferencia de un viejo mulo: levantaba las balas de corcho con la disposición mecánica de un repartidor, saltaba a la comba con la gracia de un elefante y golpeaba el saco como quien pega a un fardo de algodón.

Por lo que hemos sabido después, el deporte es una concurrencia de modelos y analogías: así, por ejemplo, sesenta kilos son todo lo que hace falta para burlar a cualquier defensa central. Exactamente los que pesa Pablito Payaso Aimar.

Aunque en el planeta del fútbol, como en el ring, sobrepeso equivale a peso muerto, los entrenadores tienen una irremediable obsesión por el tonelaje. Prefieren burro grande, ande o no ande. Por eso se rodean de paquidermos que sólo saben resolver los problemas a trompazos. Pocos reconocen la supremacía del nervio sobre el músculo y muy pocos valoran en su justa medida los inconvenientes de la altura y la robustez. Nadie previene la dura caída de los gigantes.

Cuando Pablo llegó del River, algunos volvieron la cabeza para murmurar. Allí había alternado con Saviola, otro veloz animalito de área a quien los hinchas apodaban El Conejo por sus movimientos de roedor. ¿Valdrían para la competida Liga española? ¿Tendrían futuro ante gente como Hierro, Puyol o Naybet? Los fanáticos de la báscula seguían fascinados con el tamaño. En la duda, siempre preferirían a Martín Palermo y a otros potentes dinosaurios de última generación.

Hoy, Pablo es la respuesta y el contrapunto. Interpreta los códigos del juego con un raro sentido musical, pisa con un mismo cuidado el césped y la pelota y sólo se permite esa forma de violencia que llamamos rapidez. Recorre el campo con una mezcla de agilidad, agudeza y elegancia que hace pensar indistintamente en los pájaros, las avispas y las libélulas.

Mientras otros se valen de su blindaje para prosperar, él, armado de sus plumas de jilguero, esquiva los troncos, vadea las corrientes, hace crujir los maderos y sólo aterriza para picotear. Sopla, ventila y oxigena.

Es al fútbol y a su equipo lo que el aire es al vuelo.

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