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Columna
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¡Qué desastre!

No es normal lo que está ocurriendo. Y no lo es porque seguimos pensando que los problemas que surgen dependen de la mejor o peor improvisación de los políticos de turno. No es serio llegar a creer que la seguridad de toda una sociedad está en función de que un ministro duerma mejor o peor una noche, de que un político se vaya de caza, de que la oposición reaccione a tiempo o se haga fotos en el lugar oportuno, de que la prensa espabile un problema que se duerme solo o de las palabras de unos espontáneos, más o menos expertos, que opinan en los programas de radio. ¿De verdad es posible confiar en que nuestra seguridad dependa de todo eso ante una catástrofe que se nos hecha encima? No es miedo, que también lo es, es una rabia infinita ante un país con política de salón pero con unas calles que se desmoronan día a día ante lo imprevisible.

Una cosa es el desastre político, condicionado por la foto, por la imagen y por estar en el lugar oportuno en el momento adecuado, y otra muy distinta es el desastre real, el que golpea a la sociedad, el que afecta al pan nuestro de cada día. Se dice que ya ocurrió con el Mar Egeo y nos preguntamos si hemos aprendido o no desde entonces. ¿Es que sólo nos vale la experiencia propia? La lista de desastres por naufragio de petroleros es muy larga, desde el Torrey Canyon en 1967 hasta los vertidos del Japón en 1997, sin contar todo lo ocurrido en Alaska o en el golfo Pérsico. Cada uno de esos desastres originó acciones concretas, estrategias nuevas y grandes informes impresos en papel, además de estar volcados ahora en páginas de Internet. ¿Alguien los tuvo presentes en algún momento? Cargados de optimismo irracional, ilusorio y poco inteligente, seguramente pensaron que eso no nos ocurre a nosotros, son cosas de otros, aquí no.

Hace ya tiempo que están inventados los centros para el control de desastres, pero nosotros no tenemos o, al menos, no hay noticia de que haya tenido vela en este entierro. Son centros que funcionan de forma permanente, imaginando continuamente los peores escenarios posibles, ya sean vertidos de petróleo, inundaciones o epidemias, naturales o intencionados, instantáneos o prolongados. Están conectados a todos los organismos internacionales y, cuando salta la alarma, se ponen a funcionar, activan los planes y se responsabilizan de todo el proceso. Después hacen un informe de todos los pasos realizados y la sociedad valora su actuación.

El éxito o el fracaso político es algo anterior y posterior a la catástrofe. Anterior, porque depende de ellos la existencia de planes y de centros adecuados para controlar la tragedia, posterior porque luego viene la política social para ayudar a los perjudicados. Pero el desastre político nunca debe producirse durante la catástrofe real, eso sólo ocurre cuando los papeles son confusos, cuando no hay planes, cuando todo el mundo hace de cualquier cosa. Ese es, precisamente, el desastre de los desastres, la mejor manera de empeorar las cosas.

Las costas de Galicia han visto de todo, invasiones, contrabando, emigración, droga y muchas tragedias. Ahora ya no ven nada, pavimentadas con mousse de chocolate están ciegas de rabia contemplando su fin.

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