Una cruz para el maestro
Lo dijo, más claro el agua, más breve una coma, Joan Manuel Serrat: un hombre bueno, un hombre honesto, un demócrata, un gran profesional, este Josep Pernau. Maestro de periodistas, que musitaban algunos. Sí, pero no al trasluz del tono engolado y la grandilocuente palmada en la espalda con que tantas veces se tiñen las cosas de palacio y de despacho. Maestro, pero al simple modo catalán, de hermano mayor, de cómplice perpetuo. Maestro: aquel que cuando deja los presuntos oropeles del mando vuelve ilusionado a la trinchera y pone el oído y la libreta para reaprender la vida de quienes la conllevan. Aquel cuya sabiduría antigua y socarrona destila verdades sencillas, como la de que el día que llegas a la cima de este oficio -de tantos- empiezas a descontar el descenso. Es decir, maestro sin librillo falso, experto en un concepto del oficio que es de formato redondo como el servicio a las gentes, de ninguna manera piramidal, contra lo que tantos escribanos acrílicos sospechan.
Esta trayectoria vende menos en los despachos, aunque más en las calles. Josep Pernau es un escribidor de piedra picada, sólo un periodista, pero todo un periodista de estos tiempos. En los antiguos años ominosos prefiguró los de ahora y ahí está su humilde gran mérito. Lo encarnó y lo encarna como nadie. Por eso fueron cientos en su homenaje del lunes, a vueltas con la concesión del Premio Lladó a la libertad de expresión; Josep Maria Lladó, otro gran periodista/eslabón de las mejores y más cotidianas cosas.
Por eso la aclamación de la ciudadanía y del periodismo catalán resultó memorable. Pero falta algo. Ahora el reconocimiento desde la difícil esquina de gol debería oficializarse desde la plácida tribuna. Claro y corto: el Gobierno de este país haría bien en escuchar el clamor y otorgar la Creu de Sant Jordi al periodista más significativo de este tiempo. Cuenta con los galardones de las ciudades de Barcelona y de Lleida, el Internacional de Prensa, el Ortega y Gasset, y no ama el coleccionismo. Pero no es un asunto sólo suyo, sino también nuestro, y de si el poder quiere trasladar al ámbito de lo oficial lo que está vivo en el terreno de lo real. Será este poder nacionalista, con lo que Josep Pernau haría más que digna compañía a los Vázquez Montalbán, Sentís, Sempronio, Faulí, Puyal, Cadena, Espinàs, Minobis, Forges, Gabilondo, Del Olmo, ya galardonados... Estaría bien que todos ellos, en comandita, lo reclamasen públicamente como lo postulan en la intimidad. Será este poder, o será el siguiente, que tiempo hay, por fortuna. Pero conviene que los trenes lleguen puntuales. Y más nos vale que la Generalitat de todos no desaproveche esta gran ocasión de enaltecer su propio galardón, imponiéndolo a quien mejor lo merece. Quizá sea una cruz para Pernau, pero sería una Creu para todos.
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