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Teatro, vida, comunidad

Guiado por mi buen amigo y prestigiado director teatral Pere Caminals, mallorquín que honra a su cultura y a su lengua, asistí a una celebración escénica en Artà de las que no se olvidan y hacen reflexionar sobre la perenne dimensión política del teatro, su sentido democrático o popular, su papel como portavoz de las gentes y lazo concienciador comunicante entre ellas.

Con el auspicio de la Fundació Teatre Principal de Palma y el apoyo del Departamento de Cultura del Consell de Mallorca y de la Fundació Sa Nostra se ha creado un espectáculo a partir de historias reales de personas de la isla que conserva fielmente el texto en lengua mallorquina de su relato cuando fueron entrevistadas. La concepción, dramaturgia y dirección del proyecto corresponde a Joan C. Bellviure, un joven creador que ha demostrado en este caso ser fiel a su apellido por la belleza que ha sabido ver en el vivir de sus paisanos para luego mostrársela con singular hermosura y emoción en un alarde de buen hacer escénico.

El proyecto era sencillo y ambicioso a la vez. Se recogieron y seleccionaron para su representación experiencias vitales que por su valor humano y social crearan en un público cercano la empatía emocional, solidaria y reflexiva que sus protagonistas merecen y, en el fondo, reclaman. Se grabaron entrevistas voluntarias, convertidas después en escenas dialogadas o en monólogos narrativos. Las primeras representaciones se hicieron en domicilios particulares y, en algunos casos, con la presencia de los autores del texto, revivido ante sus ojos por los actores. Confirmado su impacto, se procedió al montaje teatral, el cual guarda una espléndida y eficaz correspondencia, por su música, luces y movimiento de actores, con las escenas de vida,pues resalta en ellas plásticamente la dignidad y trascendencia de la experiencia vital más sencilla y humilde; aquello que a Albert Camus le llevó a proclamar que en el ser humano hay más cosas dignas de admiración que de desprecio.

Mi experiencia vital en aquella noche cálida del teatro municipal de Artà (creí entrar, dicho sea de paso, en el mejor cine barcelonés de estreno) es imposible de resumir. Un gentío alegre y comunicativo asistió en reverente silencio, con carcajada unánime o nudo en la garganta, según el carácter de cada historia, a una emocionante serie de pequeños grandes dramas, que a muchos les eran conocidos o sabían de otros similares; transmitidos oralmente algunos, cosa posible en ámbitos vecinales dentro de un espacio isleño. Desde el médico rural legendario hasta el republicano ejecutado sin juicio por los fascistas tras la Guerra Civil, pasando por azarosas historias de amor, problemas familiares, la odisea de un nigeriano recalado en Mallorca o el grupo de jóvenes que dicen no tener nada que decir pero que acaban dando la más tierna imagen de su trivialidad inconsciente, todas esas historias, trágicas o cómicas, penetraron hasta la entraña de aquel público entregado que, al final, aplaudió compacto entre risas y lágrimas.

Y de todo esto surgió mi reflexión política, la que siempre origina el teatro cuando es teatro y no mera distracción ociosa. La función escénica, desde la Grecia antigua, es transmitir por la voz y el gesto la vibración humana de lo que tenemos en común: la humanidad misma. Con ello el mensaje personal resuena y se torna público o político. La simple co-existencia se vuelve con-vivencia y se crea comunidad. Las comedias de Lope dieron conciencia popular española y las tragedias de Shakespeare, conciencia nacional inglesa. Pero unas y otras apelaron al sentimiento compartido de una gente que reía, lloraba y acababa pensando.

Arthur Miller ha publicado hace poco un libro sobre los políticos como actores. Si la democracia ha de ser representativa, ¿qué representan los políticos cuando dicen representarnos? Si lo trágico es lo imposible y ellos se declaran por oficio posibilistas, ¿serán acaso cómicos o meros comediantes? Lo cómico, en su etimología griega, es lo que une y reúne al pueblo (de ahí el término electoral moderno de comicios). También significaba festejo y función populares. Terrible es pensar que el político sea un comediante (versión peyorativa del vocablo) y no un cómico comisionado, un comisario del pueblo, que representa a éste porque representa ante él lo que el pueblo es, necesita o quiere, y que lleva a cabo lo que el teatro tiene de acción política catártica, depuradora de sentimientos compartidos, e integradora porque representa la realidad y la verdad humanas de la población en sus situaciones particulares pero tan comunes...

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Las historias mallorquinas que la Fundació del Teatre Principal va extendiendo por la isla y que recorrerán Cataluña y el País Valenciano dentro de poco son ejemplo original de lo que debería hacerse por toda comunidad local: recoger el pasado y presente de la vida popular, con sus luces y sombras, y re-presentarlos ante sus ojos y oídos. La juventud sabría la verdadera historia y comprendería la sociedad real. Podrían todos vincularse mejor, con el sentimiento depurado por la conciencia, a la gente que les rodea. Podrían crearse proyectos comunes de mayor humanidad para reparar sufrimientos e injusticias, olvidos y engaños; para conocer, respetar y amar más a sus congéneres más inmediatos o sobrevenidos. ¿Se quiere mayor educación cívica? ¿Qué políticos apoyarían, como los de Mallorca, esa catarsis ciudadana? Recuerdo el grupo teatral de Ángel Carmona en la década de 1960, que representaba Fuenteovejuna de Lope por casas, tabernas y las chabolas del Somorrostro. Hay fuenteovejunas más actuales, vividas por los que tenemos al lado. Démosles la palabra de su historia personal, que nos representa e interpela. Que el teatro sea nuestro parlamento más vivo en cada barrio, pueblo o ciudad de Cataluña a la hora de aprender a ser ciudadanos humanos, solidarios y comunes. Nunca le agradeceré bastante a mi amigo mallorquín Pere Caminals mi experiencia vital en el teatro de Artà.

J.A. González Casanova es constitucionalista.

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