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Columna
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Familismo

Enrique Gil Calvo

Hace una semana, en Badalona participé como invitado a la V Conferencia Nacional de la Joventut Socialista de Catalunya, que aprobó las conclusiones de las Mesas de Emancipación Juvenil dedicadas a debatir tres grandes cuestiones: formación, empleo y vivienda. Ahorraré contar el clima de optimismo por la inminencia electoral -aunque no por el actual estado de la juventud- que reinaba allí. Pero sí quiero citar la anécdota del día que centró bromas y veras, desde que Miquel Iceta (portavoz de la ejecutiva del PSC) la recordó con ironía en sus palabras inaugurales. Me refiero al anuncio del Gobierno catalán que se propone aprobar una deducción impositiva del 1% sobre las aportaciones de los padres para comprar la primera vivienda de sus hijos. El cachondeo fue general, y alguien propuso rizar el rizo demandando completas desgravaciones fiscales para toda familia que costee la dependencia definitiva de sus hijos adultos.

El año que viene toca celebrar comicios locales y autonómicos. Y como la política social está transferida, se puede contar con que uno de los temas estrella de la próxima campaña electoral será la política familiar. De modo que nos espera una puja al alza por ver quién realiza las promesas más tentadoras. En esto es el flamante Zaplana quien se lleva la palma, pues no deja pasar día sin que aumente su apuesta electoralista. Si abrió el mes anunciando una ley de familias numerosas y otra de discapacitados y dependientes, así como 400.000 plazas en guarderías, lo acaba de cerrar ofreciendo una subida del 8% en las pensiones de viudedad. El que luego no cuadren las cuentas y las promesas se aplacen sine die apenas importa, pues para eso está la contabilidad creativa y la mala uva de Arenas y Aznar. El caso es prometer sea como sea el más feliz futuro familiar.

La protección a la familia forma parte del ideario conservador, sobre todo en el sur de Europa, dada la inercia del familismo latino-mediterráneo. Por eso al partido del Gobierno se le hincha la boca con proclamas sobre la familia como "célula de estabilidad social y núcleo social básico de transmisión de valores" -según reza el programa electoral dirigido por Mayor Oreja que fue presentado a fines de octubre en Sevilla-, proponiendo en consecuencia la devolución a la familia -y a la sociedad civil- de las competencias estatales sobre protección familiar, que son las más bajas de Europa.

Pero semejante familismo resulta contraproducente porque desata una espiral de efectos perversos, entre los que destacan la reproducción de la desigualdad de oportunidades según el origen familiar y el refuerzo de la dependencia familiar de jóvenes, mujeres y mayores, en detrimento de su autonomía y libertad personal. Así es como, en el sur de Europa, pertenecer a una familia se hace algo a la vez imprescindible -pues fuera de la familia no hay salvación- e inaccesible -pues para acceder a ella hay que pagar un peaje difícil de costear-. Semejante paradoja explica que, por su mismo familismo, nuestra sociedad exhiba la tasa más baja de fecundidad.

¿Y qué puede hacer frente a ello la izquierda? ¿Contestar con su antifamilismo tradicional? ¿O emular a la derecha en su política neoconservadora de protección a la familia? Desde luego, resulta inexcusable potenciar la política familiar, dado su ínfimo nivel actual. Pero no una política de tipo familista, que protege a las familias en detrimento de las personas, sino una política de ciudadanía, que proteja los derechos familiares de las personas. Pues los derechos sociales pertenecen a los ciudadanos, no a sus familias. Y por eso la política familiar no debe centrarse en las familias, sino en los ciudadanos, protegiendo tanto su derecho a formar familia -algo que hoy los jóvenes españoles sólo pueden hacer tras superar múltiples barreras laborales e inmobiliarias- como a independizarse económicamente de ella, según querrían hacer si pudieran tantos jóvenes, mujeres o mayores forzados a permanecer en la dependencia familiar.

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