Valores
El retumbante "no" con el que Valéry Giscard d'Estaing cerraba la puerta de Europa a los turcos explotó como una bomba ideológicamente incorrecta. "Europa será cristiana o no será", parecía decir Giscard, como si emulara a nuestro Torras i Bages. Turquía está en crisis económica y acaba de salir de unas elecciones con el histórico triunfo de Erdogan, islamista moderado. Algunos se preguntaron: ¿No deberían dejarse abiertas las puertas de la vieja Constantinopla precisamente para reforzar a estos novedosos islamistas turcos que se presentan como imitadores de la democracia cristiana? Frente a la deriva fanática del islamismo, no era mala noticia, en efecto, la aparición de una lectura democrática de la religión musulmana. Puesto que casi todo el mundo (menos los que aceptan la tesis de Sartori, según la cual el islam es incompatible con la democracia) está de acuerdo en eso, me parece interesante evocar el origen de los partidos democristianos. Nacieron al calor del moderado papa León XIII a finales del siglo XIX. El mundo europeo estaba dividido entonces entre los nostálgicos del antiguo régimen, el feroz liberalismo de la primera revolución industrial, el obrerismo y los nacionalismos. La moderación que introdujo León XIII implicaba, por una parte, admitir el Estado liberal y aceptar que la Iglesia no podía tener en él un papel preeminente aunque sí influyente; por otra, implicaba modernizar el discurso de la caridad cristiana para hacerlo competitivo frente a las ideologías marxista y anarquista que estaban arraigando en la clase obrera. Todavía ahora, los democristianos son, junto a los socialdemócratas y en contra de los neoliberales, defensores inequívocos del Estado de bienestar.
Giscard, más que querer cerrar la puerta de la UE a los turcos, se proponía descorchar la reflexión sobre Europa
Hay que tener en cuenta que las luchas en los años de León XIII eran tremendas en toda Europa y con protagonistas muy distintos. A veces era el nacionalismo el que se enfrentaba al catolicismo: la Kulturkampf en la Alemania de Bismarck. A veces eran radicales: los garibaldinos. Y no hablemos de nuestra Setmana Tràgica, con sus quemas de conventos. El proceso de adaptación del catolicismo a la democracia muestra básicamente una lucha de poderes. El ascenso definitivo de la burguesía, el paralelo ascenso defensivo del mundo obrero, la consolidación del Estado liberal. Es la presión del contexto lo que fuerza la apertura eclesiástica. La realidad socioeconómica obliga a repensar el discurso, a replantear el papel de la institución religiosa en el Estado moderno. Situados en este punto, más que hablar de "valores" cristianos o laicos, hay que hablar de luchas entre viejas y nuevas instituciones, entre clases, entre poderes. Consiguientemente, el no a Turquía nunca debió fundarse en términos culturales. Si de lo que se trata es de reforzar el demoislamismo, lo que funcionará es la política. El palo de la presión y la zanahoria de la ayuda.
Es obvio, sin embargo, que Giscard, más que referirse a los turcos, se proponía descorchar la reflexión sobre Europa. Hay que agradecérselo: la política nacionalista de los Estados nunca permite avanzar en sentido ideológico. En el fondo del debate sobre la ampliación, está la pugna sorda entre América y Europa. Al parecer, los americanos preferirían un magno mercado europeo, pero no una Europa demasiado unida. Desde este punto de vista, el sustrato cristiano al que apelaba Giscard actuaría como pegamento cultural. Como pegamento nacional. Mezclar este pegamento con otro distinto, con el islámico, sería, más que aguar el vino, pretender mezclar agua y aceite. Ante esta idea, temeroso de los pegamentos espirituales, confieso mi recelo; pero, por otra parte, me pregunto: sin pegamento cultural, Europa no será más que un gran mercado. Un mercado subsidiario. Nunca tendrá fuerza política, nunca podrá contrapesar la vocación hegemónica de Estados Unidos. Ante este tipo de argumentos, los racionalistas se rasgan las vestiduras. Y oponen a la tradición cristiana (felizmente obsoleta, al parecer) la identidad ilustrada, que defiende la autonomía del individuo en el marco de un Estado laico. La tradición ilustrada que iguala a todos los ciudadanos, sea cual sea su origen, y separa escrupulosamente la vida pública de las creencias privadas.
Si no se hubiera producido el terrible siglo XX europeo, en el que la razón, más que la religión, parió monstruos tan ominosos y terribles, el discurso de la razón podría aparecer ahora como algo nuevo y lúcido. Pero dejó a un lado las emociones, como si éstas no existieran, y las emociones se vengaron, se vengan, del olvido ayudándole a parir monstruos. De un tiempo a esta parte, caminamos a oscuras. La razón, como la religión, anda en calzoncillos y no consigue explicarnos qué ocurre. "¿Sabe alguien a dónde vamos?", pregunta Diderot-Kundera. El Estado es laico, el europeo es libre para votar, pero ha sido atrapado por otras formas de esclavitud no menos poderosas y fascinantes que la religión. La razón económica todo lo invade, y nuestra sociedad del ocio puede describirse, en tono lírico o dramático, pero no mediante las expresiones autonomía personal y razón ilustrada. La crisis de valores atrapa a ambas tradiciones: la cristiana y la ilustrada.
Hubo un momento en el que se cruzaron tres caminos: el humanismo griego y la versión cristiana de lo judío. El personaje que las trenzó era un cristiano: san Pablo. De aquella síntesis emergieron dos conceptos clave: el de persona y el de universalidad. Cada persona es distinta y única y a todas atañe igualmente la salvación (la felicidad, como decimos ahora). Estos dos conceptos navegaron a lo largo de los siglos. No sin arduas luchas contra todo tipo de poderes, siempre aplastantes, estos dos conceptos alumbraron la ilustración. El individuo, el progreso, las luces. Pero el progreso se ha convertido en excesiva caricatura de sí mismo. Las risas y los sueños empiezan y terminan en el televisor. Hemos tocado techo. O fondo. Atrapados en una jaula de oro. Contra esta tristeza, no hay respuestas.
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