Redención de la memoria
En apariencia extraviado en algún lugar del camino que enlaza la biografía y la ficción, sabido es que en su tetralogía A merced de una corriente salvaje, cuya última entrega es Réquiem por Harlem (1998), Henry Roth (1906-1995) reconstruye las primeras décadas de su vida a través del ejercicio de la memoria que, como supieron algunos de sus compañeros de generación, Nabokov en Habla, memoria, Bernard Malamud en The Assistant o Bellow en Las aventuras de Augie March, jamás llega a liberarse del todo de la imaginación. Una y otra contribuyen por igual a reconstruir la sórdida vida de Ira Stigman, álter ego de Roth, en los guetos judíos de Manhattan, en un tiempo en que el sueño americano no había sido sepultado bajo el escepticismo. Si los tres primeros volúmenes, Una estrella brilla sobre Morris Park, Un trampolín de piedra sobre el Hudson y Redención, constituyen una modélica novela de aprendizaje, con Ira enfrentado a la marginación y la subsistencia moral como Augie (pero sin su sentido del humor) o como Morris Bober, el tendero judío de la citada novela de Malamud (pero sin su condición de pusilánime), judíos que luchan también por liberarse de sus raíces y complejos haciéndose un sitio en ese ancho y ajeno mundo en el que se confunden las minorías, Réquiem por Harlem significa la asunción de la madurez y la reunión de fuerzas para la emancipación definitiva, del desvalimiento juvenil, del clan familiar, la violencia paterna y la incestuosa relación con su hermana Minnie y su primita Stella, del barrio, del pasado. La glamurosa Edith Welles, de la que el joven Ira se enamoró en Redención, interpretará en esta última entrega el agridulce papel de Eurídice, inspiradora del trayecto liberador de un órfico y lujurioso Stigman a la vez que presumible instigadora de un destino trágico ("Edith era como un empujón para empezar una nueva vida, con todo el feroz atractivo de lo prohibido -el dilema de Satán en Milton-, lo prohibido que auguraba la premonición de algo ruinoso"). El adiós a Harlem, la huida de la infancia ("¿volver? Dios, no. Sólo podía escapar, eso es todo"), metaforiza la edad adulta y encarna al mismo tiempo el miedo a la libertad, la certeza de que no existe liberación sin riesgo, y la decisión de asumir por fin su condición de escritor en ciernes, afrontando de forma proustiana la duda de si en realidad le había sido regalado el talento literario.
RÉQUIEM POR HARLEM
Henry Roth Traducción de Beatriz Ruiz Arrabal Alfaguara. Madrid, 2002 383 páginas. 19,25 euros
Como otros narradores harían después de él, quiso que sus fracasos, sus dudas y sus esfuerzos por lograr verter su vida entera en esos diminutos recipientes negros llamados palabras aflorasen al texto, que el relato adquiriese un talante aporístico,y pergeñó para ello los jugosos diálogos metaficcionales entre el narrador, el viejo Roth y su ordenador Ecclesias, en torno a la historia de Ira Stigman. El recurso, que permite observar "la lucha del narrador con insolubles problemas para representar adecuadamente la vida en el arte" (David Lodge, El arte de la ficción), la construcción de la novela formando parte de la novela misma, como hicieron Barth, Fowles, Calvino, Vonnegut y otros narradores que escaparon de este modo de la jaula en que los mantenía encerrados la literatura del agotamiento, llegó a convertirse en uno de los atractivos de la tetralogía.
Roth, fallecido pocos meses después de haberle entregado a su editor Robert Weil el manuscrito de esta novela, hubiese suscrito el epígrafe que García Márquez ha querido que preceda el texto de su libro de memorias, pues si algo nos enseña la obra del autor de Llámalo sueño, que literalmente vivió para contárnosla, es que "la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla". Estremece imaginarse a Henry Roth, octogenario y enfermo, escribiendo de un modo febril su vida disfrazado de otro, en una roulotte avejentada por el polvo de Nuevo México, consciente de que, en cierto modo, esa vida suya carecería ya de sentido cuando Ecclesias, su ordenador, mágico espejo capaz de reflejarlo en palabras, archivase el último capítulo de Réquiem por Harlem. Para ese menudo y doliente inmigrante judío, llegado de un confín del imperio austrohúngaro al enjambre de Nueva York, su única y genuina redención fue la creación, la creación literaria de este sobrecogedor retrato del artista adolescente en cuatro entregas, y la corriente salvaje a merced de la cual se mantuvo los últimos años no fue otra que la escritura, torrencial, vertiginosa y catártica.
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