El tiempo
"Master en funciones cerebrales para la mujer", una de esas bazofias que cuelgan de Internet, incluye un módulo llamado "Multihabilidades (postgrado): cómo conducir al mismo tiempo que te maquillas, te pintas las uñas, hablas por el móvil con tu madre y riñes a los niños que están en el asiento de atrás" (la corrección ortográfica es mía). Producto del evidente animus injuriandi de un berzas entre cuyas funciones cerebrales no debe entrar la comprensión de cuán real es la caricaturizada mujer orquesta que programa lavadoras mientras anota los recados del contestador, antes de hacer la lista de la compra, pero ya en el ascensor o autobús para no llegar tarde al trabajo.
El ritmo frenético que necesitamos imprimir a las tareas cotidianas no tiene relación con el movimiento de los cuerpos celestes en base al cual concibieron los griegos el tiempo, ni tampoco es previsible que Aristóteles vaticinara este ajetreado futuro femenino al dictaminar que tiempo y movimiento se perciben juntos. El uso intensivo de las horas es privativo de las mujeres que no quieren renunciar a ciertas tareas y no pueden desprenderse de otras. Pero apenas hay tiempo propio, para sí, como el tiempo libre del que pueden disfrutar los hombres cuya jornada laboral tiene principio y fin. Según cuenta Amelia Valcárcel, las mujeres laboristas reconocen tener en contra de sus carreras políticas o profesionales un "problema hepático": no disponen del tiempo para copeteos informales, lo que supone quedarse fuera de la mesa de decisiones y confianzas que en esos lugares se generan.
"Todas las cosas nos son ajenas; sólo el tiempo es nuestro". Séneca, obviamente, no era una mujer con doble o triple jornada que invierte siete horas y veinte minutos por cada hora que dedica la sanidad pública a su familiar enfermo, según cálculos de Mari Ángeles Durán. Tampoco los sabios dietistas caen en que la panacea de una alimentación sana obliga a que las de siempre pasen sus horas ante los fogones. Pero lo cierto es que tras esa cesión de tiempo biológico se va, día a día, un irrecuperable chorro de vida.
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