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Columna
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Los lunes llueve

Lo habían despedido de la empresa en la que llevaba trabajando más de veinte años y es lo que hacía desde entonces todas las mañanas, salía a dar un paseo. Este lunes llovía, como muchos otros, y la lluvia le obliga a uno a concentrarse en la marcha, a bajar ligeramente la cabeza, a mirarse a sí mismo. Y quedaba poco en uno mismo que mirar. Sí, se dijo que era curioso lo poco que quedaba en uno mismo después de que lo echan del trabajo. Sobre todo cuando lo despiden sin mayores explicaciones y los veinte años transcurridos se le quedan vacíos. Nunca menospreció su trabajo, aunque es verdad que solía pensar que no lo era todo en su vida y que había otras cosas. Pero ahora descubre cuánto de sí mismo había depositado allí, cuánto de sí mismo lo había construido allí, y qué ilusorio lo había vuelto todo el despido. Ahora que ya no lo quieren, le duele la certeza de saber que quiso que lo quisieran, que creyó que lo querían. La compañía de quienes fueron puestos con él en la calle aún supo dar calor a la afrenta, todavía lo diluyó a él de alguna forma en una motivación generosa y difusa. Pero aquello se acabó; estaba solo y con la sensación de que su soledad carecía de rendimiento.

Se dijo que la lluvia nos vuelve sentimentales y levantó la vista. La luz tamizada y miope reducía el campo de visión y lo volvía uniforme. Se cercioró de que no hay dos vidas, la verdaderamente libre y la cercada por las obligaciones. Que cuando uno vende su fuerza de trabajo arrastra con ella su vida entera. Y esa certeza lo sumió en una dura reflexión. Le llevó a preguntarse si era algo más que fuerza de trabajo, esa mercancía que se vende, y, en tanto que había perdido todo valor como tal, si su vida misma no había quedado sin valor alguno. Ya no era una mercancía, ¿ya no era nada? Aún le quedaba entero el mundo que había ido forjando a lo largo de los años: la familia, los amigos, ciertas aficiones. Pero esa convicción vaciló ante la percepción inmediata que tuvo de su sentimiento hacia ese mundo suyo. Bien, antes no se cuestionaba su lugar en éste, no lo veía con la distancia con que ahora se veía obligado a verlo. Ahora sabía que tenía un valor, y que ese valor lo había perdido. También en el ámbito de su intimidad era una mercancía, y la pérdida de esa condición lo volvía extraño.

Situaciones similares a las suyas no lo consolaban, aunque mitigaban su sensación de soledad. Más de una vez había coincidido en su paseo matinal con Enrique. En cierta ocasión hablaron de esa falta de humanidad que envuelve al trabajo y que se revela de pronto cuando a uno lo despiden. Le dan a firmar una carta en la que tendrá que aceptar como motivo del despido una falsedad. Da igual que la firme o no, porque las consecuencias son las mismas. Ningún aprecio por el trabajo realizado en esa mentira que oculta una falta de motivos reales. La mercancía al desnudo, pero la mercancía no tiene sentimientos y él sí los tuvo y los desarrolló en su trabajo. El no se desprendió de su humanidad, pero despojado ahora de ella, la veía como un sobrante, un engaño necesario que ya no dejaría de contagiar su vida entera. Y sabía el futuro que le esperaba, si le esperaba alguno: contratos temporales guiados por un azar en el que apenas contarían los vínculos humanos. Habría que volver a rezar para sortear la zozobra, o bien desprenderse de aquello que ya no era necesario: quitarse de encima todo atisbo de humanidad. Concluyó que era preciso ser inhumano en el trabajo para poder acceder a una decorosa humanidad formal y acaso ficticia. Y recordó cómo a los pocos días de ser despedido, sentado ante el televisor para contemplar la gala de clausura del Festival de San Sebastián, tuvo que sufrir el espectáculo de ver en pantalla a los directivos de su empresa aplaudiendo a rabiar el premio a la película Los lunes al sol.

Pero aún había sido peor la experiencia de Enrique, su compañero de mañanas lluviosas. Despedido de Ibermática junto a otros sesenta compañeros, vivió un goteo de despidos diarios hasta que le tocó a él. Despidos en soledad, en medio de un sálvese quien pueda angustioso e indiferente. Apenas dos compañeros mostraron su solidaridad con los expulsados. Aunque eso no fue lo peor, sino descubrir que quien lo despedía ignoraba el trabajo que había estado desempeñando durante aquellos años. No sabía quién era. No tenía por qué saberlo. En realidad, no era nadie.

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