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Columna
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El faro

A veces en los viajes compramos cosas a las que la distancia de nuestra residencia habitual y un tiempo distinto a la rutina cotidiana, le dan un aire muy especial. Son objetos que poco tienen que ver con la acumulación compulsiva de otro tipo de compras, con los regalos para los que dejamos y tampoco con los 'souvenirs'. Al contrario, son cosas que nos regalamos a nosotros mismos porque apelan a sensaciones íntimas. Con ellas no pretendemos recordar el lugar del viaje, sino más bien transformar el lugar del que venimos e incluso, mirándonos con la perspectiva que otorga la distancia, cambiarnos a nosotros mismos. Y así detrás de esa libreta forrada de hule negro que compramos está la promesa de lo que vamos a escribir y alrededor de aquella gabardina inverosímil, ese fresco aire cosmopolita que quisiéramos para nuestra ciudad y nuestras vidas.

Porque esos objetos no son simples cosas, sino auténticos talismanes. El pasado verano, encontré en un viejo taller de Tours un hermoso faro de aluminio y cristal que andaba buscando para mi bicicleta y que no pude dejar de comprar a pesar de que me lo vendieran a precio de coleccionista. Ese tipo de faro era esencial para mi bici, una Peugeot negra de aspecto holandés, o de cura rural gallego de posguerra, según se mire. En cualquier caso, una bicicleta clásica, como se ven pocas, de las que son más útiles para ir que para correr, dos formas diferentes de montar en bici.

Hay quien es incapaz de tales distingos. Por ejemplo, Joan Fuster no debía saber montar en bicicleta y encontraba ridícula la figura del ciclista. Sin embargo, hay bicicletas y bicicletas. Entre ambas media una frontera que explica Philippe Delerm en El primer trago de cerveza y otros placeres de la vida: 'Una silueta malva fluorescente lanzada cuesta abajo a 70 por hora: corre en bicicleta. Dos colegialas que cruzan juntas un puente de Brujas van en bicicleta'.

'A una manera de montar en bici le va la holgura, la lana, la pana, las faldas escocesas. A la otra, lo ceñido con todo tipo de tejidos sintéticos', distingue Delerm, para quien 'lo de ir o correr en bicicleta es de nacimiento, casi una cuestión política'. Y así, podemos añadir nosotros, el erotismo difícilmente corre en bicicleta, siempre va en bicicleta. Ahí está la silla de cuero de la bicicleta de Simone en la Historia del ojo de Bataille, o la colegiala de Ciclismo en Grignan, de Julio Cortazar. Tal vez por eso, Delerm sostiene que los que corren en bicicleta deberán renunciar a esa parte de sí mismos si quieren amar, 'pues sólo se enamoran los que van en bicicleta'.

Pero la importancia del faro encontrado en Tours no era únicamente estética, literaria, o de velocidad. En aquel viaje el faro tenía todo ese valor mágico que los niños otorgan a los disfraces. Un sortilegio, según el cual no es que se enmascaren de tal o cual personaje, sino que se convierten en ellos. Y así, ese faro se convirtió en una auténtica lámpara de Aladino, capaz de transformar mis hábitos sedentarios de mero pedaleo dominguero para hacer de mí un ciclista cotidiano. La semana pasada me robaron la bicicleta y con ella el faro. Ahora no sé si lamento más la pérdida del vehículo o de la lámpara maravillosa que fue capaz de hacerme ir en bicicleta cada día.

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