A Mercedes Soriano
Hace dos semanas te reencontré. Buscando unos libros en los anaqueles de la biblioteca municipal del pueblo donde vivo hallé tu nombre en el canto de uno de ellos, Historia de No. Tu nombre salió de mi pasado con la urgencia de una burbuja de aire retenida. Vi tu fotografía en la solapa. Eras la misma Mercedes Soriano que yo había conocido en el colegio Santa Cristina, en Madrid.
Aquella solapa, en tan breve espacio me contó muchas nuevas sobre ti. Habías escrito, entre otras cosas, una trilogía de novelas, ahora, de repente, al alcance de mi mano en aquella estantería. En algún momento de tu vida habías tomado la decisión de irte a vivir a un pueblo junto al mar, en los Campos de Níjar de Almería.
Salí de la biblioteca contigo en la cabeza. Nuestras vidas parecían haber corrido paralelas en más de un aspecto. La misma edad, el mismo nombre, la misma clase, allá por cuarto y reválida, la misma afición, ya desde entonces, a la escritura, y ahora me encontraba con que vivíamos en pueblos muy cercanos, que las dos habíamos tomado el camino del mar.
Busqué tu nombre en la guía de teléfonos pensando en darte una sorpresa; primero un pueblo de Níjar, luego otro, hasta dar con él en Los Escullos. Durante mis paseos con la playa, ella y yo descalzas y solas, imaginaba cómo iba a ser nuestra conversación. Me daba cuenta de que han transcurrido muchos años. ¿Me recordará? Le diré que me permita por unos minutos jugar con ella a las adivinanzas. Que haga memoria, que tendríamos 13 o 14 años a lo sumo, que regrese a ese tiempo de nuestra primera adolescencia y me busque.
Pero, objetaba yo mientras las barbas del mar zalamero me lamían los tobillos, tal vez no tenga humor para jugar. Tal vez recele. Puede que piense que soy una intrusa si no me identifico enseguida. Puede que la vida le haya entorpecido la sonrisa. Me guiaré por el tono de su voz, decidí, su voz me dirá si aún le hace un sitio al juego en su vida.
Le diré que recuerdo su figura pequeña y ágil, su melena larga y negra, que le bailaba por la espalda. A veces la llevaba recogida en una trenza. Se servía de ella como de un juguete, zarandeándola al compás de sus inquietudes y zascandileos adolescentes. La lanzaba de un golpe resuelto hacia atrás y la mata de pelo caía sobre la hoja rayada del cuaderno de otra niña, que al encontrársela allí tendida, tan negra sobre el blanco papel, en su desconcierto no sabía si debía subrayarla en rojo o en verde.
Le diré que era una chica saltarina, que siempre estaba risueña y segura de sí misma, que tenía a más de la mitad de las compañeras en un puño y que unas cuantas, entre las que me encontraba yo, la mirábamos a cierta distancia, renuentes, viendo en ella a una rival difícil de superar.
Probablemente, continuaba yo en mi imaginaria conversación contigo durante mi paseo cotidiano con el mar, cuando sepa quién soy y lo cerca que estamos la una de la otra surgirá la posibilidad de un reencuentro. Quedaremos a medio camino, en cualquiera de los pequeños pueblos que nos separan. Descubriremos que tenemos más cosas en común y estaremos en sazón para comenzar una amistad. Será una relación vieja y nueva. Reviviremos con nuestras palabras cruzadas a muchas personas que creíamos olvidadas. Y por encima de todo, nos volveremos a ver nosotras, cómo éramos, qué decíamos, cómo pensábamos, y cómo somos, cómo nos manifestamos ahora, a los 50.
El viernes 18 de octubre te llamé. Dejé que el timbre sonara y sonara. Pensé en una casa vieja, un cortijo antiguo, un jardín grande, el rugido del mar de levante invadiendo el silencio, solapando el molesto timbre de un teléfono que emitía mensajes entubados. Pensé que tal vez tú también paseaban con la playa, o tal vez, estuvieras absorta regando las raíces de algún olivo del jardín. El sábado lo intenté de nuevo con la misma suerte. El domingo decidí que debías de estar de viaje, quizás en Madrid, alguna escapada como las que yo hago siempre que mi trabajo me lo permite.
El lunes no pude llamarte, aunque seguí pensando en ti. El martes leí la esquela de tu muerte en EL PAÍS. No podré decirte nada. No oiré tu voz de hoy para recordar la de ayer. No podré darte la pequeña alegría de mis recuerdos de ti como niña.
Nuestra ignorancia como seres humanos es demoledora. Por qué se ha producido esta secuencia de hechos. Resulta que tú te estabas muriendo y yo queriendo vivirte. Tu trenza larga y densa, tus ojos achinados, tu mirada traviesa y sabia. Te buscaré en tus novelas, que ahora forman parte de mis libros. Será mi encuentro con ellas, sino pudo serlo contigo. Y te llevaré en la mochila que pesa sobre mi espalda.
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