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Columna
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Siéntate

Sit, el nuevo espectáculo que El Tricicle acaba de estrenar en el teatro Victoria, reflexiona sobre los múltiples usos de la silla. La idea, que convierte un objeto universal y cotidiano en anzuelo para crear complicidades con cualquier tipo de espectador, permite al trío de veteranos mimos reciclarse en hombres-silla, un híbrido de ciencia-ficción sin más peligro que el humor para todos los públicos. No es la primera vez que este objeto es elevado a la categoría de arte. En 1957, el cineasta canadiense Norman Mc Laren realizó un corto de animación, titulado Historia de una silla, en el que una silla rechazaba la compañía de un hombre. Tendría sus motivos, supongo, ya que la relación que se establece entre el usuario (el que se sienta) y el usado (la silla) no siempre es plácida y convencional. Josep Andreu, el artista posteriormente conocido como Charlie Rivel, solía subirse a una silla para ulularle a la luna, un gesto que a los niños del siglo pasado nos encantaba imitar. Los cantautores, en cambio, solían tratar las sillas de un modo francamente peculiar: para apoyar el pie que les permitía sujetar una guitarra que, por otra parte, tocaban, salvo honrosas excepciones, de pena. También tuvimos sillas lúbricas, como las que Christa Lem incorporaba a sus espectáculos, primas hermanas de las que, hoy en día, intenta seducir la profesional del strip-art Chiqui Martí cuando sale al concurrido escenario del Bailén 22.

Barcelona ha acogido, además, a grandes diseñadores de sillas: Riart, Lluscà, Lievore y otros nombres que se toman muy en serio el dificil reto de crear un objeto con respaldo y asiento digno de llevar este nombre y que sume particularidades tan difíciles de aunar como la sobriedad, la comodidad, la estabilidad y, sobre todo, la resistencia. ¿Modelos clásicos que reúnan estas características? A juzgar por la historia, las Thonet, que arrasaron en el Imperio austrohúngaro e invadieron tabernas, bares, restaurantes y vestíbulos de medio mundo (la de Liza Minnelli en la película Cabaret, para entendernos) hasta provocar una saturación del mercado y una exasperante ristra de pésimas, malas y regulares imitaciones. O las Bentwood, de las que se cuenta que, en un tiempo, sirvieron para que un tabernero cachondo gastara dos tipos de bromas a los clientes de su bar: el hot seat y el weat seat. La primera consistía en pegar un chicle bajo el asiento de la silla en la que estuviera sentado un bebedor dormido, prenderle fuego y esperar a que el calor producido por la goma incendiada se expandiera a las entumecidas nalgas de la víctima hasta despertarle dolorosamente. La segunda consistía en que, cuando un parroquiano se levantaba para ir al retrete, mojaban el asiento de la silla y esperaban a ver qué cara ponía cuando, al regresar, notaba el desagradable contacto con la superficie empapada. Pero, para bromas pesadas, la silla de mitin. Tenía las virtudes de poderse recoger rápidamente y de ser plegable, sí, pero la desventaja de que, mientras estabas escuchando al orador de turno, te hacía dudar sobre si te dolía el culo por su pésimo diseño o a causa de la insufrible retórica del ponente.

De todas las sillas de la ciudad, sin embargo, la más filosófica es la que Antoni Tàpies situó como coprotagonista de su obra Núvol i cadira, que decora la contaminada azotea de su Fundación, una institución que cometió el error de situarse demasiado cerca del Servicio Estación, emporio mucho más contemporáneo y transgresor que el que alberga la colección permanente del metafísico pintor. Personalmente, la que más simpatía y ternura me despierta es una silla que nunca existió, aunque protagonizó una de las muchas ideas de Luis Arribas Castro, que fue a la radio lo que Picasso a la pintura o lo que Cruyff al fútbol. Entre sus muchas aficiones, Arribas, alias Don Pollo, tenía la de recitar poemas escritos por él. En 1979, consiguió grabar un disco, un 45 revoluciones editado por Ariola y dedicado a una tal Carli. La cara A incluye Mamá, quiero tocar el violín y la B, La silla. El poema, ilustrado con un acompañamiento musical tan kitsch como azucarado, cuenta la historia de una silla abandonada. Estaba locamente enamorada de su ama y, de repente, ve como el amor de su vida se marcha con un hombre. Arribas Castro hizo como Walt Disney: dio vida a un objeto hasta hacerlo verosímil. 'Dicen las cortinas y la mesa / y las otras sillas, y sus hermanas / que de noche se oyen extraños ruidos / incluso llantos y jadeos / que hasta escuchan palabras amargadas / Es la silla / que arrastrándose sobre sus cuatro patas / se acerca al balcón para ver / si regresa su ama'. Desde entonces, siempre que me levanto de una silla, le doy unos golpecitos cariñosos en el respaldo y, a según que horas y en función de lo bueno que sea el vino que me haya bebido, incluso la abrazo y le susurro cosas al asiento.

Sit, el nuevo espectáculo que El Tricicle acaba de estrenar en el teatro Victoria, reflexiona sobre los múltiples usos de la silla. La idea, que convierte un objeto universal y cotidiano en anzuelo para crear complicidades con cualquier tipo de espectador, permite al trío de veteranos mimos reciclarse en hombres-silla, un híbrido de ciencia-ficción sin más peligro que el humor para todos los públicos. No es la primera vez que este objeto es elevado a la categoría de arte. En 1957, el cineasta canadiense Norman Mc Laren realizó un corto de animación, titulado Historia de una silla, en el que una silla rechazaba la compañía de un hombre. Tendría sus motivos, supongo, ya que la relación que se establece entre el usuario (el que se sienta) y el usado (la silla) no siempre es plácida y convencional. Josep Andreu, el artista posteriormente conocido como Charlie Rivel, solía subirse a una silla para ulularle a la luna, un gesto que a los niños del siglo pasado nos encantaba imitar. Los cantautores, en cambio, solían tratar las sillas de un modo francamente peculiar: para apoyar el pie que les permitía sujetar una guitarra que, por otra parte, tocaban, salvo honrosas excepciones, de pena. También tuvimos sillas lúbricas, como las que Christa Lem incorporaba a sus espectáculos, primas hermanas de las que, hoy en día, intenta seducir la profesional del strip-art Chiqui Martí cuando sale al concurrido escenario del Bailén 22.

Barcelona ha acogido, además, a grandes diseñadores de sillas: Riart, Lluscà, Lievore y otros nombres que se toman muy en serio el dificil reto de crear un objeto con respaldo y asiento digno de llevar este nombre y que sume particularidades tan difíciles de aunar como la sobriedad, la comodidad, la estabilidad y, sobre todo, la resistencia. ¿Modelos clásicos que reúnan estas características? A juzgar por la historia, las Thonet, que arrasaron en el Imperio austrohúngaro e invadieron tabernas, bares, restaurantes y vestíbulos de medio mundo (la de Liza Minnelli en la película Cabaret, para entendernos) hasta provocar una saturación del mercado y una exasperante ristra de pésimas, malas y regulares imitaciones. O las Bentwood, de las que se cuenta que, en un tiempo, sirvieron para que un tabernero cachondo gastara dos tipos de bromas a los clientes de su bar: el hot seat y el weat seat. La primera consistía en pegar un chicle bajo el asiento de la silla en la que estuviera sentado un bebedor dormido, prenderle fuego y esperar a que el calor producido por la goma incendiada se expandiera a las entumecidas nalgas de la víctima hasta despertarle dolorosamente. La segunda consistía en que, cuando un parroquiano se levantaba para ir al retrete, mojaban el asiento de la silla y esperaban a ver qué cara ponía cuando, al regresar, notaba el desagradable contacto con la superficie empapada. Pero, para bromas pesadas, la silla de mitin. Tenía las virtudes de poderse recoger rápidamente y de ser plegable, sí, pero la desventaja de que, mientras estabas escuchando al orador de turno, te hacía dudar sobre si te dolía el culo por su pésimo diseño o a causa de la insufrible retórica del ponente.

De todas las sillas de la ciudad, sin embargo, la más filosófica es la que Antoni Tàpies situó como coprotagonista de su obra Núvol i cadira, que decora la contaminada azotea de su Fundación, una institución que cometió el error de situarse demasiado cerca del Servicio Estación, emporio mucho más contemporáneo y transgresor que el que alberga la colección permanente del metafísico pintor. Personalmente, la que más simpatía y ternura me despierta es una silla que nunca existió, aunque protagonizó una de las muchas ideas de Luis Arribas Castro, que fue a la radio lo que Picasso a la pintura o lo que Cruyff al fútbol. Entre sus muchas aficiones, Arribas, alias Don Pollo, tenía la de recitar poemas escritos por él. En 1979, consiguió grabar un disco, un 45 revoluciones editado por Ariola y dedicado a una tal Carli. La cara A incluye Mamá, quiero tocar el violín y la B, La silla. El poema, ilustrado con un acompañamiento musical tan kitsch como azucarado, cuenta la historia de una silla abandonada. Estaba locamente enamorada de su ama y, de repente, ve como el amor de su vida se marcha con un hombre. Arribas Castro hizo como Walt Disney: dio vida a un objeto hasta hacerlo verosímil. 'Dicen las cortinas y la mesa / y las otras sillas, y sus hermanas / que de noche se oyen extraños ruidos / incluso llantos y jadeos / que hasta escuchan palabras amargadas / Es la silla / que arrastrándose sobre sus cuatro patas / se acerca al balcón para ver / si regresa su ama'. Desde entonces, siempre que me levanto de una silla, le doy unos golpecitos cariñosos en el respaldo y, a según que horas y en función de lo bueno que sea el vino que me haya bebido, incluso la abrazo y le susurro cosas al asiento.

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