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Columna
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Moldes para tontos

Que la belleza (y no la interior, sino la de veras) se afirma como valor moral es una realidad incuestionable. Según un reciente estudio, la cirugía estética prospera entre el sexo masculino. Lo más sorprendente, sin embargo, es que no son niñatos de discoteca, febriles aspirantes al Triunfo en la Operación o al Gran espionaje del Hermano, los primeros en acudir al quirófano, sino los hombres maduros. Parece que un perfil emergente en el negocio es el de alto ejecutivo, entre los 50 y 60 años, y separado. Claro que quien lo dice es director de la Molding Clinic, de Marbella, un individuo interesado en ese segmento de mercado, y cuya cuenta corriente sin duda se va moldeando al tiempo que él moldea a sus clientes.

Autoplastias, rinoplastias y otras formas de aplastamiento son las más solicitadas entre los varones operables. Y uno siente tristeza ante la prosperidad de este negocio, que delata un universo de seres desorientados, inseguros e insatisfechos de sí mismos. Uno se imagina a cincuentones separados, que acaso ahora frecuentan jovencitas, luchando contra las leyes de la edad, sosteniendo la ruina de su organismo mediante contrafuertes, cinchas y revoques.

Debemos pensar también en estas víctimas, y no sólo en las adolescentes de dieciséis años, uno ochenta de estatura, y cincuenta kilos de peso, que se ven insoportablemente gordas. Aunque quizás, quién sabe, se trata de una operación complementaria: el varón, gracias al divorcio, ha descubierto una nueva versión del repudio (Era una institución bíblica, ¿se acuerdan?, esa institución que Jesucristo, el del matrimonio indisoluble, condenó severamente), de modo que ahora los maduros cambian a la esposa que les soportó durante décadas por una hembra de buen ver. El mundo literario, por ejemplo, está lleno de clásicos en vida que, aún en sillas de ruedas y entubados, se divorcian de su esposa y acaban posando para las revistas junto a una tía buena que dice admirar mucho su obra, pero que en realidad quiere quedársela cuando el genio palme.

Uno piensa en esos hombres como seres patéticos. Y en este punto uno se ve obligado a traer a la columna la memoria de su padre, al que, como a todos los padres, admiró mucho al principio, y del que se avergonzó después íntimamente, y que sólo llegó a comprender del todo hacia el final, cuando casi era tarde para decírselo. Si el mundo estuviera poblado de tipos como mi padre la Molding Clinic de Marbella habría cerrado por suspensión de pagos. Le divertía ponerse años encima. Creo que desde los 57 ya juraba a voz en grito que había alcanzado la sesentena. Tuvo la calva más grande y más digna que he conocido en mi vida, y brillaba al sol como brillaban en La Ilíada los escudos de los guerreros aqueos.

Era una calva pulida, épica, una verdadera premonición de su cerebro, siempre bien pulimentado. En la playa paseaba su sobrepeso con orgánica naturalidad, con coherencia, más que moral, biológica, y los tirantes en su atuendo eran una profesión de fe. Su desinhibición alcanzó niveles asombrosos. Por ejemplo, hasta bien entrados los años setenta, lució en la playa un pintoresco bañador negro (de esos con tirantes, de cuerpo entero, que hoy sólo concebimos en una mujer), que parecía extraído de una novela de Jardiel Poncela o de un chiste de Xaudaró: una anacrónica estampa de los años treinta puesta en una playa de los años setenta (ya poblada de melenudos) que a sus hijos nos avergonzaba hasta el espasmo.

Yo creo que mi padre habría abofeteado al director de la Molding Clinic de Marbella, y que después le habría preguntado, más que con indignación, con intrigada curiosidad, cómo demonios se logra engañar así a la gente, facturándole autoplastias o rinoplastias, cuando las calvas, las orejas en soplillo, las barrigas cerveceras o las arrugas en la frente son honorables atributos. Yo creo que mi padre no habría entendido absolutamente nada, y que habría resuelto este asunto con un inconformista movimiento de los hombros. De pronto pienso que es una forma de honrarle, de reverenciar su memoria, tener la certidumbre de que en la Molding Clinic no me moldearán ni un pelo de la cabeza, una cabeza que, según dice mi mujer, no tiene ningún remedio. Pero, qué quieren. Es la mía.

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