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Crítica:EL LIBRO DE LA SEMANA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La muerte natural

Javier Rodríguez Marcos

El claro del bosque, hay que advertirlo enseguida, narra la historia de una margarita que habla. ¿Cómo leer algo así a estas alturas? ¿Como un cuento infantil? No sería mala opción, porque ¿existe relato más metafísico que El mago de Oz o más violento que Bamby? El claro del bosque, también hay que advertirlo, no es un cuento infantil. Es una fábula, es decir, forma parte de ese género que viste con el disfraz de la ingenuidad natural las verdades más profundas. 'En un cuento moderno', decía Augusto Monterroso, 'a nadie se le ocurre decir cosas elevadas, porque se considera de mal gusto. En cambio, si usted atribuye ideas elevadas a un animal, digamos a una pulga, los lectores sí lo aceptan, porque entonces creen que se trata de una broma'. Algo de eso hay en este libro, al que Ernestina Pellegrini se refiere en su posfacio como una 'fábula negra' que puede ser leída como una autobiografía metafórica.

EL CLARO DEL BOSQUE

Marisa Madieri Traducción de Valeria Bergalli Minúscula. Barcelona, 2002 140 páginas. 10 euros

Efectivamente, una de las virtudes de la obra de Marisa Madieri es que sus pocos libros son, a la vez, muchos. Si Verde agua era un diario con brotes de memoria que podía ser leído como libro de historia y geografía, El claro del bosque es a un tiempo la fábula que es y una biografía, un ensayo, un tratado de botánica y un relato de formación. Más estereotipos que personajes, rara vez los caracteres fabulosos consiguen escapar a su destino ejemplar. Ése podría haber sido el caso de Dafne, la protagonista del relato, si desde su propio nombre no evocase dos realidades que consiguen que el lector abandone al instante sus prejuicios: la metamorfosis de la vida y la muerte. Más allá de los mitos a los que alude su nombre, la protagonista de El claro del bosque construye en su existencia una certeza muy poco literaria: cada vida es igual, cada muerte es distinta.

A lo largo de 30 secuencias, asistimos a una suerte de utopía floral nada idealista. La existencia se aleja de cualquier bucolismo merced a las dudas de la protagonista y a la continua ironía que tiñe una historia en la que hay psicología, feminismo y hasta lucha de clases. Muy pronto, además, la experiencia de la muerte teñirá el tono del relato: un pájaro se come a una oruga, una serpiente se come a un pájaro. La muerte siempre es muerte natural. A partir de ese momento, Dafne es consciente de que el centro que da luz a las cosas es el mismo centro que las lleva al abismo. Con la madurez llega también la melancólica certeza de que las cosas pierden su esplendor. Y junto a ella, la precaria serenidad, que da el conocimiento. Como afirma la maestra Venanzia, 'todos los seres vivos tienen un principio y un final. Ésta es una ley inmutable. Si queremos que el intervalo entre estos dos extremos sea sereno y que al final no sea traumático y problemático debemos conocer las insidias a las que estamos expuestos para prevenir y evitar'. Las insidias son la hoz y, sobre todo, los hombres, que aparecen en la fábula ajenos a la tierra, extraterrestres. Su presencia acarrea la violencia mayor. Pero esa violencia llega sin crueldad alguna, de manos de una niña.

Con todo, no hay en este libro, como no lo había en Verde agua, ningún patetismo. 'No hay infierno que no sea la entraña de algún cielo', escribió María Zambrano en su propio Claros del bosque. El humor, de nuevo, matiza cualquier sombra. Así cuando a Dafne le vence la nostalgia por los días 'ya lejanos de su vida en los que todo era misterio y aventura', recordamos la fortuna de las margaritas, que 'son longevas. Viven hasta un mes'. Hay, además, un lugar en el que son posibles el sueño y la esperanza y es posible también 'exiliar el dolor, conciliar a los nomeolvides con las margaritas y hasta evocar un mundo sin las orugas y las serpientes': la literatura. Es difícil no pensar en Marisa Madieri al leer las reflexiones sobre la escritura como espacio de la libertad y espejo de la belleza. Cómo no pensar en la autora de Verde agua -que no ocultó en aquel diario, sin subrayarlas, las miserias de su propia familia- al escuchar los deseos de Dafne de escribir relatos y al verla reparar en que esos mismos relatos tendrían que hablar de la belleza del mirlo pero también de la serpiente que se lo comió. La belleza de las cosas reales es cruel muchas veces, pero la literatura es, sobre todo, el 'reino de la verdad'. De ese reino habla El claro de bosque, un cuento en el que lo verosímil (y ésa es la prueba de la fábula) convive con lo verdadero. Ya dijimos que era un tratado de botánica. 'Amor, muerte, dolor, nacimiento, metamorfosis, todo estaba atado en un nudo indisoluble'. Esto aprende una perpleja Dafne el día en que la voracidad sustituye a la estética en su modo de ver a las orugas comiendo flores. Lo más increíble, dirá la maestra ese mismo día, es que las orugas se vuelven crisálidas y las crisálidas, insectos. Los mismos insectos que las margaritas necesitan para reproducirse. De eso trata esta fábula, de que la muerte no interrumpe nada llevándoselo todo. La historia, así, parece atravesada por aquel viejo aviso de los poetas chinos: a lo que nosotros llamamos mariposa, el gusano lo llama fin del mundo.

El sentido de la absurda vida

TODA LA obra de Marisa Madieri cabría en un volumen de menos de trescientas páginas. Nacida en Fiume en 1938, antes de que la ciudad se convirtiera en la Rijeka croata tras la Segunda Guerra Mundial, Madieri fue una escritora tardía. Escribió sus primeros textos a los 43 años, una edad en la que tachar adjetivos se convierte en el mejor ejercicio de crítica literaria y 'la lucidez cristalina de la inteligencia se transforma en transparencia del lenguaje', como afirma Claudio Magris, su marido, en el epílogo a La conciglia (Scheiwiller), una antología de textos póstumos que se publicó en Milán en 1998 y a la que no es ajeno el género de la fábula. Marisa Madieri había publicado El claro del bosque en 1992, cuatro años antes de morir y cinco después de Verde agua (en español en Minúscula), el inolvidable relato en forma de diario del éxodo de los italianos de Fiume hacia Trieste, una ciudad que les recibió con toda la mezquindad con la que una patria es capaz de tratar a los que se exilian en su nombre. Aunque lo que en uno es realismo puro en el otro es pura fábula, cabría leer El claro del bosque como una versión particular de Verde agua. Efectivamente, ambos tratan sobre el fin de la infancia que se precipita en madurez irremediablemente. Ambos, además, despliegan su mirada desde una perspectiva a ras de suelo (una niña, una flor) y ambos hablan, simbólica o literalmente, del desarraigo, es decir, de la falta de raíces. Y, por fin, ambos están atravesados por la conciencia de la muerte. 'Quizá un bultito que me he descubierto otra vez en el pecho me recuerda la sombra con la que debemos convivir', anotaba Madieri en su diario. En El claro del bosque, por su parte, la inocencia se troca en el dolor de 'un futuro sin margaritas'. Para Dafne, 'que el mundo existiera antes que ella era aceptable, pero que tuviese que existir después de ella era demasiado'. Por eso la reflexión de la maestra es la de Marisa Madieri, que lo fue: 'También los girasoles tienen por delante una estación en la que no hay lugar para ellos. Pero después todo recomienza, y también el tiempo de las margaritas. Mira el sol cómo muere y siempre renace. Lo mismo ocurre con nuestra vida'. Ya en Verde agua, se decía que aunque toda vida alberga la semilla de su destrucción, nada muere nunca del todo, que la vida es caduca pero indestructible.

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Sobre la firma

Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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