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Columna
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Leni

Desde Sócrates se ha tendido a considerar que la bondad y la belleza conviven en vasos comunicantes y que es imposible que un malvado supere en méritos a quien se desvive por los demás y va dejando tras de sí un reguero de actos puros como perlas. Nos figuramos que el crimen, el pecado, la insania, son manchas de aceite que empapan el alma de los hombres y que la echan a perder, volviendo imposible el intento de sacarla de nuevo del armario para vestirla sobre los hombros: haríamos el ridículo sin remedio. Por eso muchas veces nos escandaliza encontrar a asesinos sabios, genocidas que hablan de arte con un exquisito timbre en la voz o monstruos en los que no se ha cumplido la ley de simetría de la belleza. El malo de la película debe ser feo, jorobado a ser posible, y en el héroe deben poder inspirarse los sueños más húmedos de las adolescentes. Resulta imposible imaginar los aparejos del carnicero en la mano del joven del primero derecha, el mismo que descuartizó a su padre después de una trifulca por el canal de televisión, porque ayudaba sin faltar a las ancianitas a subir la bolsa de la compra por el rellano. Pero el carácter de los hombres no se divide en mitades como la luna, no hay almas del color de la plata y otras ennegrecidas por el tinte del mal: todos somos a parches, estamos hechos de escaques y de agujeros, y en nuestras voluntades coexisten la compasión por los niños y el deseo de masacrar a quien nos interrumpe el camino hacia nuestras esperanzas. En aquel extraño alegato de Charles Chaplin llamado Monsieur Verdoux, asistíamos a la persona de un ciudadano atento y servicial que por las noches tenía la costumbre de envenenar viejas; y lo hacía con todo el candor y la pulcritud con que otros coleccionan conchas o pegan mariposas en sus álbumes, sin que aquella inocente distracción restregara postillas en su conciencia.

Ciertas gargantas han levantado protestas ante la visita de la centenaria Leni Riefenstahl a Sevilla: cómo una propagandista del partido nazi puede presentarse aquí en loor de multitudes sin que nadie le escupa a la cara sus muchos años de colaboración con el horror. Estos centinelas de la moral pretenden seguramente que las tersas imágenes de Olimpia o El triunfo de la voluntad son culpables de los campos de exterminio y las cámaras crematorias, igual que Las Meninas podrían haberlo sido de la matanza de indígenas en Nueva España o El libro de la selva del sometimiento de los indios al cruel imperialismo británico. Por mucho que pese a corazones tan sensibles, el pasado de Leni no oscurece la perfección de su obra, como las muchas ejecuciones de Stalin no atentan contra el valor de ese genial publicista de la era soviética que fue Serguéi Eisenstein. Postular que los artistas se encuentran más allá del bien y del mal supone regresar a viejas pesadillas pobladas por superhombres, pero tampoco es lícito encorsetar la estética en la obediencia a unas mojigatas reglas de urbanidad. Tal vez al creador sólo haya que pedirle responsabilidades sobre lo que es capaz de fabricar en su taller y dejarle luego mantener las opiniones y amigos que mejor le dé la gana, igual que no tachamos al contable de una empresa porque sea adúltero, sino sólo si no sabe cuadrar las cuentas.

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