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Columna
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Otoño tardío

El verano ha inspirado al narrador de cuentos y el otoño al poeta. El verano es de las agencias de turismo y de los hoteles con noches pretenciosas y veinticuatro horas de horterada. El otoño puede ser nuestro. El verano ha sido colonizado como lo ha sido la Costa del Sol, el otoño aún no (al tiempo). El otoño conserva aún ese tono de tiempo no domesticado ni trivializado que lo hace habitable. El otoño es la estación ideal para la fuga.

Si está usted harto de Estados Libres Asociados o simplemente de Pactos de Libre Asociación, de Reinos y Naciones, reyes y ayatolás, de ¡Españaaa! o ¡Euskal Herriaaa! a voz en pecho, si no aguanta ya a ese candidato a la alcaldía engolado que arrastra cada vocal para decir 'buenas tardes', si conserva un resto de cordura -o de sana locura-, fúguese con el otoño (como Whitman se fugó con su amante 'aspirando el fresco aliento del otoño'). Tómese su revancha de esta rutina y del vulgar verano.

El otoño es una buena estación para viajar (bueno, es un decir). Deberá, eso sí, despreciar los grandes ejes y adentrarse por los valles poco transitados. La Bureba, por caso. Allá comprobará que el Gran Farallón que el alcalde de Hondarribia quiere erigir a Sancho el Mayor, 'primer rey de los vascos' y de las Españas, rey de Pamplona, luego de Navarra, conde de Castilla, Aragón, Sobrarbe y Ribagorza, protector del duque de Aquitania y rey-emperador de León, lo hicieron ya en tierras de Burgos hará como cinco o seis siglos. (Pequeña concesión a la rutina más jocosa para que no sea demasiado violenta la transición.) Verá que Sancho preside la entrada al complejo de San Salvador en Oña con su múltiple escudo (al que sólo falta el yugo y las flechas), y que, los muy presuntuosos, dicen tener el panteón y restos del disputado rey.

Para entonces habrá podido gozar del esplendor del bosque caducifolio, de sus ocres, rojos y amarillos resaltados por un sol blanco si es de mañana y por una luz diáfana, pura, si, atardecer. Habrá recogido setas con olor a nuez fresca y reparado en las manchas verde-oscuro de pino Valsaín y sus poderosos troncos rojizos. Recorrido el río, sus remansos y rápidos, y desfiladeros de imponentes muros de roca caliza y tierras herrumbrosas. Gozado del románico y los castillos roqueros.

O quizá prefiera recalar en Viella, estar en Aigüestortes, disfrutar de sus peñascos de cuarcitas y granitos modelados por glaciares y aguas limpias y heladas. Visitar el románico sobrio, bellísimo, del Vall de Boí (Sant Climent, Santa Eulalia, Santa María) y escuchar catalán en la intimidad. Podrá ir a París. Y, de allí, a Honfleur, que está a un paso, y visitar la Iglesia de Santa Catalina, con su estructura de madera, hija del bosque normando (mientras se pasea por las extensas playas de El Havre; Bretaña para los blandos de espíritu). Y, de vuelta, hacerlo por el Macizo Central (con pequeño desvío hasta Borgoña para hacerse con alguno de sus caldos), olvidarse de Vichy de triste memoria, y parar en Clermont-Ferrand, en su basílica románica y recorrer los Monts du Cantal mientras se rodea el pico de Puy Mary. O si prefiere lo germánico, visitar la basílica de San Miguel en Hildesheim, sólido arte otónico, ciudad libre del Sacro Imperio en la Baja Sajonia, y rememorar las excelencias de las urbes libres.

Y, si es puente, debe uno quedarse en la ciudad, en la urbe propiamente dicha. No encontrará ni un solo alojamiento en Salamanca, ciudad cultural, o en la selva de Irati y el Roncal. El puente en el otoño comienza a ser una pálida prolongación del veraneo mercantil. Grandes promociones de agencia. Es tiempo de quedarse y disfrutar de las calles desiertas y mojadas, de las terrazas de las cafeterías tan habitables entonces, de la profundidad clara del cielo, del viento contundente pero saludable. Son días de ciudad y sosiego.

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'Pero -dice el poeta- tú nada temas:/ pese a tanta belleza,/ el deseo/ de hallar la paz en el olvido/ no prevalecerá contra tu imagen' (Ángel González).

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