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Columna
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Noviembre

Otra vez en noviembre. Los que cumplimos años en estos días cortos del otoño, días de sementera y de fieles difuntos, acusamos el golpe con resignación y un deje melancólico. Todo conspira contra el poco entusiasmo que a uno le va quedando a estas alturas del año en curso; desde el cambio de horario hasta esas espantosas calabazas de importación que infestan los mercados y los escaparates de los almacenes.

¿Cómo olvidar que entramos en el mes de los muertos? ¿Cómo olvidar que un año más es siempre un año menos?

Es verdad que la puerta del invierno -o su gatera- todavía nos deja contemplar cielos espléndidos de un azul indeciso. Es verdad que hay un cierto regusto en el recogimiento al que invita este mes de claroscuros. Pero noviembre es, ante todo, el tiempo de los muertos. Tiempo desapacible.

¿Es posible engañar a los muertos como lo hacíamos cuando compartían aire y luz con nosotros?

En noviembre dedicamos un día a los muertos, y ese día nos permite recordar que otro día, otro año, otra década, seremos también nosotros fieles difuntos sordos, mudos, ciegos y poco dados entrar en discusiones sobre asuntos tan graves como el plan de Ibarretxe o la futura ubicación del estadio de fútbol de San Mamés.

¿Qué podemos decirles a los muertos? ¿Qué cuestiones resultarán vitales para ellos? ¿Es posible engañar a los muertos como los engañábamos cuando compartían aire y luz con nosotros? Se diría que ésa es nuestra intención: engañarlos a ellos y de paso engañarnos a nosotros de la forma más zafia, con un ramo de claveles de plástico o unos bonitos crisantemos de pega.

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Añadimos olvido al olvido visitando esos túmulos pomposos custodiados por ángeles de piedra o esos nichos modestos como colmenas fúnebres. Olvidamos cómo fueron con nosotros los muertos, nuestros queridos muertos, y olvidamos también cómo fuimos con ellos en su día. Olvidamos lo que ellos nos dijeron y lo que les dijimos una mala tarde, que la tiene cualquiera. Olvidamos, en fin, lo que nunca llegamos a decirles: que les queríamos o que les detestábamos. Nunca podrán saberlo.

Lo que noviembre debería enseñarnos es a tener presente que la única diferencia insuperable entre personas no es racial, ni sexual, ni política, ni muchísimo menos deportiva. Hay dos clases de seres humanos: los vivos y los muertos. Ésa es la diferencia irreversible. Ésas sí son dos clases irreconciliables.

Uno puede cambiar su orientación sexual, su orientación política y hasta su orientación cromática (piensen en Michael Jackson) mientras aún está vivo; uno puede cambiar de peinado, de barrio, de zapatos; uno puede cambiar de idioma literario, de colonia o de novia o de novio. Hasta el viejo y enterizo Sabino cambió antes de morir para abrazarse a un vascoespañolismo que hoy nadie reivindica en su partido.

Mientras hay vida hay esperanza, dicen, y parece que es cierto. Todo puede cambiarse menos el día y la hora, ustedes saben. Lo demás son pamplinas, sueños vanos.

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