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Columna
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Okay, Makaay

El Bayern de Múnich hacía un esfuerzo desesperado para salvar el partido y la Liga de Campeones del diluvio de Riazor: bajo la cortina de agua, Elber se revolvía como un gato escaldado, Ballack se refugiaba en el botiquín, Scholl se hundía lentamente en la banda derecha y Roque Santacruz buscaba un palo del que colgarse. A la vista del panorama, el delegado del club, Kalle Rummenige pidió línea directa con Franz Beckenbauer y con el cardiólogo, se encerró en su máscara alemana y empezó a rasgarse la gabardina en el silencio del palco de autoridades.

Entonces, a Roy MacKaay le llovió del cielo una pelota. Caía de izquierda a derecha, empapada y resbaladiza como una medusa: era uno de esos pases de curvatura cerrada que, en su extraña lentitud, el delantero centro tiene tiempo de medir, procesar, enfocar y congelar en su mira telescópica. Era también un lance arriesgado: los goleadores tienen tanto tiempo para desearlo que suelen sufrir una interferencia en el instante del golpeo: un conocido reflejo paralizante les encoge el corazón y les bloquea la pierna. Por eso, nueve veces de cada diez el remate soñado se convierte en una de esas pifias de billarista que levantan el tapete y terminan descalabrando a algún espectador.

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Por fortuna, Roy disfrutaba del estado de euforia contenida en el que los delanteros consiguen automatizar los movimientos más complicados. Además, había llegado a la madurez después de un largo y duro proceso de depuración profesional. Como muchos de sus compañeros de promoción, venía de inspirarse en Marco Van Basten, aquel futbolista de cámara que revisó el repertorio de los arietes y dio un doble ejemplo de flexibilidad y elegancia. Antes de desaparecer en el quirófano, ofreció al Milan de Arrigo Sacchi y Franco Baresi algunos de los mejores minutos de la época, sobrevivió durante varios años a la acción corrosiva del fútbol italiano, y no cesó de depurar su estilo hasta que se le oxidó la rodilla. En la final de la Eurocopa que ganó a la Unión Soviética de Dasaev en el 88, dejó para el recuerdo la volea del siglo. Recibió la pelota más allá del palo derecho, salió de su perfil de antílope y marcó por la escuadra el gol del karateca. Nunca hasta entonces una pirueta tan forzada había parecido un gesto tan natural.

Después, Roy ha simplificado el juego de Van Basten hasta convertirlo en una cuestión de oficio. Cuando el pase de Capdevila, templado como una ballesta, caía del cielo con la lluvia de Riazor, él lo dejó llegar, alargó la zancada para ajustar el disparo y resistió la tentación de repetir la acrobacia de su maestro.

Conectó el pie a la pelota sencillamente, como se enchufa el vídeo. De pronto se iluminó la pantalla: Marco estaba allí.

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