La España del Fanodormo
Cuando llegó a la estación de Atocha de Madrid, con su gabardina de buen asturiano y un libro, el primero, sobre su paisano Clarín ennoblecido con un prólogo de don Gregorio Marañón, cruzó la glorieta y se acercó a saludar al ilustre galeno. Nada más verlo preparó los útiles de retratar y para iluminar el momento decisivo quemó un montón de adjetivos: 'Tenía', escribe de Marañón en esta primera página de sus memorias, 'algo de árabe español y una veladura de melancolía en los ojos'. Venía a triunfar, a ser escritor de periódicos, a hacer de la entrevista un género de la distancia corta. Él quería conocer celebridades y escritores profesionales; el primero fue César González-Ruano, con sus cuartillas siempre a medio acabar, como el cigarrillo: el asturiano ofreció en el ara de las devociones del mármol del café un hatillo de adjetivos para deslumbrar(le): 'La faz angulosa y desafeitada, los ojos de batracio, el bigote alfonsino y un cierto aire de hidalgo desheredado'. A Ruano le hizo gracia y lo metió, al otro día, en su diario íntimo que iba dejándolo correr en prensa.
LA MEMORIA CRUEL
Marino Gómez-Santos Espasa. Madrid, 2002 347 páginas. 21 euros
Aquel joven aprendió pronto que la piedra de toque para un reportero era entrevistar a Azorín: '... apareció el anciano escritor, enjuto, con el cráneo muy modelado... vestía traje gris cruzado, con el pico del pañuelo asomando... Todo como dibujado en una lámina antigua de sastrería...'. Y el retrato lo publicó aquí y allá, y después lo recogió en libro. Se convirtió en un avezado cronista de la distancia corta. Le gustaba retratar el ambiente, llevarse para casa una atmósfera, un aire. Recogía muy bien el aire de aquella España del Fanodormo, el medicamento para el bien dormir que utilizaban, en aquellos cincuenta, don Pío Baroja y otros viejos del lugar. A Baroja le sacó mucho partido, aquel periodista asturiano, al que pronto le encontró un hueco en su diario Emilio Romero ('el rojo gubernativo', según Sánchez Mazas). A don Pío (le dedicaría dos libros: Baroja y su máscara, 1956, y Pensando en Baroja, 1972) lo conoció un domingo en que Castillo Puche, Castresana y Ruiz Iriarte deciden acercarse a la calle de Ruiz de Alarcón a llevarle una tarta. Y por más que llaman nadie abre. Castillo Puche, en estas memorias, Castresana en Pensando en Baroja, se alarma: 'Eso es el Fanodormo, un día cualquiera nos da el susto'.
A don Pío no se le fue nun-
ca la mano con el remedio y aquel joven se convirtió en un servicial secretario (título que Caro Baroja en Los Baroja no le reconoce, ni lo cita por su nombre, a lo más le pone en el pelotón de esos 'jóvenes meritorios' que se acercaban por casa del tío con Ruano). Servicial y discreto son dos adjetivos que le iban mucho a este periodista, que entrevistaba a pie de obra, en el gabinete de Cela, en la habitación del hotel al de paso o en el descansillo de la vivienda de Agustín de Foxá, sosteniendo su ebria humanidad para que no se abriera la cabeza en el suelo recién fregado.
El autor de La memoria cruel apenas habla de sí mismo en éstas, que no son unas memorias al uso, sino papeles sin ordenar (y muy interesantes para ambientar unos años bastante atroces en los que gentes como Foxá podían permitirse ser ingeniosos: Por la Ebriedad Hacia Dios, parafraseando lemas gratos al Caudillo), cuartillas llenas de anécdotas sobre el chato Madrid literario de la época, sobre aquellas luminarias (Ruano, Foxá, Neville, Luis Calvo, Eugenio Montes) y cómo derrochaban su ingenio de café en una España que estaba -de las varias que ha habido- para pocas alegrías. Es, pues, éste un libro excepcional, y estremece. Cruel, sí, la memoria.
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