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LA CRÓNICA
Columna
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Bienvenidos al ritmo mallorquín

Es posible que haya una manera inequívocamente mallorquina de pasear, como la hay de partir en dos las galletas de Inca, de destrozar los más bellos paisajes naturales o de encogerse de hombros ante lo irremediable. Fíjense, sin ir más lejos, en el modo en que pasean esos dos isleños afincados en Barcelona que se han citado, una tarde cualquiera, para anar a paupar ses lleones des Born, aunque sepan que al final de la Rambla de Catalunya, en lugar de dos eróticas y palmesanas leonas de piedra, no encontrarán sino una especie de caballote ajirafado; fíjense, sobre todo, en su paso lento, sosegado, sin brusquedades, la cabeza de uno levemente inclinada hacia su interlocutor, en señal de atención, mientras con el rabillo del ojo rastrea la presencia de conocidos que merezcan (o no) ser saludados. Es un modo de pasear que se transmite genéticamente entre los isleños, aunque no hay nada en este mundo que no se pueda aprender con un poco de observación y otro poco de esfuerzo.

Hay una manera mallorquina de pasear, como la hay de encogerse de hombros ante lo irremediable

Pues en estas andábamos la otra tarde mi primo A. y yo, bajando tan panchos por la Rambla de Catalunya, cuando nos topamos con una especie de meteoro rubio y peninsular que trotaba sobre unas elegantes sandalias de Kélian: nuestra amiga M., joven profesional, soltera, brillante y estresada. Al parecer, nuestros andares provincianos y vespertinos la tenían sublevada: la cadencia de nuestra marcha, nos vino a decir, un día así, entre semana, y en plena vorágine metropolitana, resultaba casi insultante; como poco, una provocación. La invitamos a tomar una copa con nosotros en el Belvedere, pero no tenía tiempo. El mundo va a una velocidad muy rara.

Ahora tomemos un avión con destino a Palma y examinemos cómo caminan los peninsulares por tan ralentizada y soleada capital. Grosso modo, parece que acabaran de darse cuenta de que dejaron la llave del gas abierta al salir de casa. Auténticas exhalaciones humanas en un océano de pachorra. Qué premuras, qué braceos, qué despilfarro de energías. Pero mire usted por dónde, el escaso tino en materia artística de nuestras autoridades aeroportuarias acaba de venir en su auxilio.

En uno de los larguísimos corredores del elefantiásico aeropuerto de Son Sant Joan, exactamente frente a la puerta de embarque D 60, instalaron hace unos meses una obra del artista Toni Socias (Inca, 1955), procedente de la colección del Ayuntamiento de Palma. Esta obra consiste en una larguísima sucesión de paneles, como digo bastante mal colocados, que ocupan una treintena de metros de pared y a los que nadie presta mucha atención (entre otras cosas, porque los pasajeros prefieren tomar la cinta de caucho deslizante antes que caminar hasta el punto de recogida de equipajes). En el interior de esos paneles está el resultado del meticuloso fileteado de materiales diversos, propios y ajenos, que pasaron por las manos del artista en una época de mucho trajín profesional. Hay calcetines viejos y botones; troqueles de madera e invitaciones de la galería René Metras; dibujos y notas manuscritas; retales de tejido y tramas de cartón; recortes de postales guarras japonesas y de zapaterías mallorquinas, y sobre todo muchas fotos, debidamente pasadas por la ley del cúter. El pasajero reconocerá la efigie del rey de España, posando junto a Luis Pérez Mínguez en los jardines de la Zarzuela, y la de Ramón de España, retozando en la playa de Sa Galera; y la de Pérez Mínguez, de nuevo, con un elegante vestido de su madre, y la de Pere Joan, en traje regional de jefe tribal de Papuasia; y a Valentí Puig, antes de que se dejara crecer la barba de padre capuchino, y a Rafael Alomar; y al artista Pep Agut en pelotas; y al propio Socias vestido con falda corta y sosteniendo un cántaro frente a los bancales de Banyalbufar, como una payesita pop y gamberra. En fin, puro surrealismo isleño y al ralentí.

Es una verdadera lástima que las riadas humanas que desembarcan en Son Sant Joan ignoren estos paneles de Toni Socias, porque aparte del goce artístico que puedan procurar, su contemplación más o menos detenida les proporcionaría unos minutos de desaceleración. Sería como una fase de descompresión profiláctica ante un radical cambio de atmósfera; como una suerte de iniciación, en definitiva, al ritmillo mallorquín. Y quizá así se mitigaría un tanto ese ambiente de irritación generalizada que precede el runrún de la cinta que nos va a devolver nuestras maletas debidamente maltratadas. Y esa agresiva impaciencia con la que se toma un taxi a la salida de la terminal, sobre todo si el chófer es natural de Llucmajor o de Porreres.

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Pero es hora de dejar Mallorca y regresar a Barcelona, al territorio jurisdiccional de esta sección. Cómodamente apoltronados en los sofás del Belvedere, mientras esperábamos el platillo de chips recién hechas que iba a acompañar nuestras balas de plata, mi primo A. y yo meditamos sobre nuestro fugaz encuentro con M. y caímos en un ligero arrebato filosófico.

Es cierto: el mundo va a una velocidad muy rara. Y si no tenemos fuerzas o convicción suficientes para luchar por un mundo mejor, luchemos, al menos, por un mundo más lento.

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