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Tribuna:LA REFORMA DE LA JUSTICIA
Tribuna
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El tercer grado penitenciario y los juzgados de vigilancia

El autor considera que la creación de un Juzgado Central de Vigilancia Penitenciaria adscrito a la Audiencia Nacional sería una medida injustificada, inútil e incoherente

Muy recientemente se ha publicado la noticia (EL PAÍS 23-10-02) de la propuesta del Ministerio de Justicia de creación de un Juzgado de Vigilancia Penitenciaria en la Audiencia Nacional, con competencia sobre los penados por ésta. Dado que esta noticia se ha vinculado al pase a tercer grado y concesión de libertad condicional a un interno perteneciente a ETA, me decido a formular una serie de reflexiones críticas en torno a esta materia. En primer lugar, para lamentar que se pierda una oportunidad para afrontar el verdadero problema de fondo que aqueja a la regulación del tercer grado penitenciario (y que es el opuesto al revelado por las referidas noticias), y en segundo lugar, para intentar explicar por qué considero que la creación de tal Juzgado de Vigilancia en la Audiencia Nacional sería una medida injustificada, inútil e incoherente. Pero vayamos por partes.

El problema del tercer grado es la ausencia de un adecuado control judicial 'a priori'
Las visitas de inspección serían más dificultosas, cuando no imposibles, para un juzgado nacional

El tercer grado penitenciario, de conformidad con lo previsto en el artículo 102.4 del Reglamento Penitenciario, se aplicará 'a los internos que por sus circunstancias personales y penitenciarias estén capacitados para llevar a cabo un régimen de vida en semilibertad', y, tal como dispone el artículo 101.2 del mismo texto, implica 'la aplicación del régimen abierto en cualquiera de sus modalidades'. Es importante resaltar que determinadas modalidades dentro del régimen abierto tienen unas características que lo convierten en una cuasi libertad condicional, con atenuación de las medidas de control, acentuación del principio de autorresponsabilidad, facilidades para salidas al exterior para actividades laborales o formativas, así como salidas de fin de semana.

Pues bien, el verdadero problema que existe con el tercer grado es precisamente la ausencia de un adecuado control judicial a priori, ya que para su concesión lo único que se requiere es, según los casos, una decisión o una propuesta por parte de la Junta de Tratamiento del Centro Penitenciario, que debe ser comunicada o remitida para su aprobación a la Dirección General de Instituciones Penitenciarias. Caso de que se produzca la concesión del tercer grado, el interno pasa de inmediato a tal situación -incluso cuando ésta conlleva excarcelación- sin que el Juzgado de Vigilancia Penitenciaria tenga que aprobarlo y sin tan siquiera tener conocimiento de ello. Se da, por tanto, el contrasentido de que un interno no puede disfrutar de un permiso de más de dos días sin la previa autorización judicial, mientras que puede pasar a un régimen de semilibertad sin que el juez de vigilancia lo sepa. Tan sólo si el fiscal decide interponer recurso contra la clasificación en tercer grado puede entonces entrar a conocer el juzgado. Ello puede llevar en la práctica a situaciones tan chocantes como que un juez de vigilancia tenga conocimiento de que un interno se halla en tercer grado por encontrárselo en la barra del bar o en la cola del autobús.

Como se ve, nada tiene que ver el problema que acabo de plantear con el caso que parece motivar la reforma que se anuncia. En este supuesto se trata de que una juez de vigilancia ha decidido otorgar el tercer grado y la libertad condicional a un interno condenado por su relación con ETA pese a la opinión contraria de la Administración penitenciaria y del ministerio fiscal. Tengo que admitir la total perplejidad que me produce esta decisión, que casa mal con el artículo 102.5.c), que prevé que estarán clasificados en primer grado -el más duro- los penados que pertenezcan 'a organizaciones delictivas o a bandas armadas, mientras no muestren, en ambos casos, signos inequívocos de haberse sustraído a la disciplina interna de dichas organizaciones o bandas', así como con el procedimiento establecido para la concesión de la libertad condicional. La decisión del juzgado puede, por tanto, resultar extraña o incluso aberrante, pero para discrepar de ella existe el correspondiente sistema de recursos, que permitirá dilucidar por vía de apelación lo que resulte pertinente. A esto hay que añadir la posibilidad de que el Consejo General del Poder Judicial tome cartas en el asunto, como así ya ha sucedido.

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Pero, insisto, lo que no entiendo es por qué la reacción ante tan peregrina resolución deba llevar a la reforma que se pretende. Y ello porque, como decía al inicio, la creación de un Juzgado Central de Vigilancia Penitenciaria adscrito a la Audiencia Nacional sería una medida injustificada, inútil e incoherente.

Sería injustificada porque, habida cuenta que no altera para nada los principios aplicables en la concesión del tercer grado, mantiene un sistema que excluye todo control previo directo por parte del Juzgado de Vigilancia Penitenciaria, y, por otro lado, parte de una inaceptable desconfianza hacia el conjunto de los jueces de vigilancia del resto de España, a quienes parece que no se considera fiables para llevar a cabo su función respecto de aquellos internos condenados por la Audiencia Nacional (por cierto, habrá que determinar quién es competente cuando existan varias causas penadas por distintas audiencias o juzgados de lo penal).

En segundo lugar, sería una medida inútil, porque a la postre estaríamos de nuevo sometidos -como no puede ser de otro modo- a la decisión de un juez, bien que en este caso residenciado en la Audiencia Nacional, el cual podría tomar una decisión idéntica a la que ahora se ha producido y que parece dar pie a la reforma que se anuncia.

Y, por último, sería incoherente con el conjunto del sistema de vigilancia penitenciaria español, porque mal puede pretenderse que la función esencial que la ley otorga al Juzgado de Vigilancia de 'hacer cumplir la pena impuesta, resolver los recursos referentes a las modificaciones que pueda experimentar con arreglo a lo prescrito en las leyes y reglamentos, salvaguardar los derechos de los internos y corregir los abusos y desviaciones que en el cumplimiento de los preceptos del régimen penitenciario puedan producirse' se vaya a realizar mejor desde la lejanía de un Juzgado Central de Vigilancia que desde la cercanía del juzgado competente por razón del centro penitenciario en que se encuentre el interno, lo cual, entre otras cosas, facilita la realización de periódicas y frecuentes visitas de inspección que serían mucho más dificultosas -cuando no imposibles- para un juzgado de ámbito nacional.

Ni tan siquiera la unificación de criterios (ahora más deseable que nunca, dada la interpretación que el acuerdo del Tribunal Supremo de 28 de junio de 2002 hace en favor de que la competencia para resolver las apelaciones en esta materia corresponda al tribunal sentenciador) puede utilizarse como argumento a favor de este nuevo juzgado, ya que su creación sólo viene a añadir un nuevo criterio a los que puedan venir manteniendo los demás juzgados de vigilancia en sus respectivas demarcaciones. Esta unificación de criterios debería buscarse a través de un sistema de recursos que hiciese confluir los mismos en determinados órganos -por ejemplo, los tribunales superiores de justicia- o a través de una casación para unificación de doctrina; pero siempre de modo que la necesaria eliminación de la dispersión jurisprudencial beneficie a todos los internos y no sólo a los condenados por la Audiencia Nacional.

Jorge Ángel Espina Ramos es fiscal de vigilancia penitenciaria.

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