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LA CRÓNICA
Columna
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El carro de la modernidad

Al final de La Rambla hay dos carruajes aparcados, esperando clientes. Son las tres menos cuarto de la tarde y los dos cocheros están tomando carajillos al lado. Es pronto para que vengan los turistas que, un poco más arriba, aún se están dejando estafar en los restaurantes, por las calles, en las mesitas de trileros. Me espero al lado del caballo que está primero en la fila. Al final, uno de los dueños -un señor con gorra de rejoneador, a cuadros- se me acerca. '¿Va a subir o sólo mira?', me chilla. Le digo que voy a subir. 'Son 30 euros o 50, según el recorrido', me dice, vocalizando mucho porque cree que no soy de aquí. Le pago mis 30, por adelantado, y subo. El caballo que me lleva es de color marrón y agacha la cabeza cansado. El carro está sucio y descuidado. Tiene dos faroles, uno a cada lado, sujetos con cordel negro porque están rotos. Al escaloncito por el que se sube le faltan los remaches. El asiento, de cuero, era blanco cuando lo estrenaron. Dan ganas de sacar el taladro y el mocho y poner un poco de orden. Tanta suspensión marea un poco pero, a cambio, desde esta altura se ven perfectamente los atracos típicos de la zona. Se tiene una visión aérea del latrocinio que no se tiene caminando. 'Y ahora, cuando arranque, sobre todo el bolso bien cogido', me gruñe el cochero. Estoy de suerte. Es locuaz. Eso significa que -durante todo el recorrido que empieza aquí, en La Rambla, sigue por la Via Laietana, luego por el paseo de Colom para terminar donde hemos empezado- se ve obligado por alguna extraña razón a ir enumerando cada uno de los edificios singulares que encuentra a su paso. Pero no parece que le divierta hacerlo, así que aúlla con mala leche el nombre de cada lugar: '¡Virreeeina!'. Su estándar de voz es el de un Camacho cabreado.

Paseo en carro turístico por el centro de Barcelona. Desde esa altura se divisan muy bien los robos

Nos ponemos al trote Rambla arriba. Desde esta altura se ven las calvas de los mimos (el mimo suele disimular la calva con una permanente para no perder prestigio). Veo sus zapatillas negras, especiales para mimo, y sus medias de color carne que dejan transparentar sus pelos de mimo. Veo a dos turistas japoneses que se comen un bocadillo del Pans & Company mientras pasean -todavía- con sus bolsas en el brazo. Veo a un señor que toca los bongos con gran despliegue de mestizaje y multiculturalidad. Veo a un dibujante de caricaturas y veo a un carterista con su traje típico. Me pregunto si veré también el ansiado robo a mano armada o, al menos, alguna estafa de trileros. Nadie te lo garantiza. También pagas por ver cebras en Rioleón Safari y aunque hay muchas a veces no salen. Y claro, aunque no las hayas visto, luego no puedes exigir que te devuelvan el dinero.

Los camareros atraviesan la calle con las bandejas para ir a las terrazas, sorteando coches, motos y procurando no pisar las boñigas que sueltan los caballos. El cochero deja que el suyo vaya al paso si los semáforos delante de nosotros están en rojo, pero cada vez que la bestia deja de trotar sin motivo, instintivamente, pone la mano en el receptáculo donde guarda el látigo para, si se tercia, sacarlo. De vez en cuando chasquea la lengua. A la altura del edificio supuestamente inteligente veo a la compañía B de la tropa andina que normalmente está en el monumento a Francesc Macià. La compañía A opera en el Maremàgnum y la C en el Puerto Olímpico. Tocan esa canción de King África que se llama Quebradeño. Son muchos. Si un día, el de la flauta tiene un ataque al corazón y muere, comprobaremos que de su estómago cadáver sale otro señor, pequeñito, ya vestido con un ponchito y una flautita. Veremos también como rápidamente crece y se pone a tocar Quebradeño con sus hermanos.

Un todoterreno con matrícula amarilla número 84 64 63 11 aparca en la acera, por el morro. Un policía le dice al conductor que despeje. Tiene que insistir porque el hombre aprovecha su condición de turista para hacer ver que no entiende el código de circulación. En cuanto el agente se va tengo la fortuna de presenciar el robo típico de la zona. Ha valido la pena pagar. El mismo todoterreno se detiene frente al hotel Rívoli y la copiloto baja una maleta con ruedas del portaequipajes. La deja en el suelo un momento, un instante apenas, lo suficiente en cualquier caso para que un ladrón que disimulaba a escasos metros se gire rápidamente, coja la maleta y huya con ella. La mujer y su acompañante ni siquiera gritan. Se quedan desolados mirando como sus calzoncillos, sus euros, sus polos, sus braguitas de papel por si acaso y sus neceseres se van Rambla abajo. El conductor del carro menea la cabeza con gesto aburrido.

Más arriba veo la estatua humana que representa a Cervantes, la que representa a Nerón, la que representa a la mujer poseída, las dos que representan a Homer Simpson y a su hija Lisa y la que representa al payaso. Lleva una calva de goma con pelo rojo a los lados y unos zapatos de plástico. Si le das dinero se le enciende la nariz.

Llegamos a la zona de los taxis de la plaza de Catalunya. Tres chulos en chupa de cuero me sonríen. Nos paramos en el semáforo. El cochero aprovecha para mirar los mensajes de su móvil. Baja la cabeza y, en un instante, se queda dormido. No se despierta hasta que el conductor del Bus Turístic le toca la bocina. A partir de ese semáforo se duerme en todos y cada uno de los que encontramos en rojo.

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