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Columna
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La mano

En un relato de Patricia Highsmith un joven acude a casa de su novia para pedir su mano. El padre de la chica se la entrega. La mano izquierda; en una caja. 'Me pediste su mano y ya la tienes', es su comentario. En el relato, que pertenece a la colección Pequeños cuentos misóginos, suceden después más cosas. El joven se vuelve loco y sólo entonces la situación se le hace inteligible: 'comprendió la horrible equivocación, crimen incluso, que había cometido al pedir algo tan bárbaro como la mano de una chica'. Más tarde decide comunicar a los demás su arrepentimiento, su evolución mental, pero se encuentra con esta desoladora respuesta: 'No hay error en pedir la mano de una chica. Es lo normal, lo que todo el mundo hace cuando se casa'. El final no lo cuento.

Las intenciones de Patricia Highsmith están claras: humor negro para criticar la cruda realidad misógina. Trasgresión narrativa que consiste en convertir en literal lo que sólo usamos metafóricamente: 'pedir la mano', para revelar así el corazón letal que encierran tantas y tantas expresiones aparentemente inofensivas. Lugares comunes del lenguaje sexista que usamos demasiadas veces sin conciencia de que son alimento y coartada y guarida de discriminaciones y violencias. Cimiento y cemento del terrorismo de género que es en este país el que más mata y hiere: una muerta al menos cada semana, puntualmente, sin fallo, como en el gota a gota de la tortura china; y decenas de miles de maltratadas.

Ver la violencia en lo que se presenta brutalmente resulta muy sencillo. Mucho más difícil es detectarla en lo que se expresa sin agresividad. Pero una ironía apenas susurrada puede ser tan violenta como un insulto. Volver la espalda tan violento como enfrentarse. La omisión como la acción, la ausencia como la presencia. Otra cosa es que tengan consecuencias distintas o que merezcan diferente tratamiento penal. Me estoy refiriendo aquí sólo al núcleo, al sentido violento. Y quiero llamar la atención sobre la capacidad ofensiva y destructora que puede esconderse en el interior de lo exteriormente no agresivo. Sobre el peligro, en fin, del vacío, del aire sin acto.

El último mandatario iraní que visitó España dejó a la reina Sofía con la mano precisamente así, cortada, flotando en el aire, sin respuesta. Y es que esos varones -nos les llamo 'hombres' porque en esa palabra mal que bien cabemos también todas- no estrechan manos femeninas. Cosas de su empobrecida cultura. Pero las autoridades españolas no escarmentaron y ahora invitan a otro -cosas de nuestra pobre cultura que aconseja hacer negocios con cualquiera- para que venga a elegir el menú de todos y no estrechar la mano de ninguna: reina o presidenta o ministras o Constitución o declaraciones de derechos varias. Para que venga, en definitiva, a violentarnos, sin agresividad, simplemente imponiendo la omisión y la ausencia.

No sé cuáles son los intereses que comparte España con Irán. Y visto lo visto -permítanme la boutade- prefiero no saberlo. Lo que sí sé es que la igualdad de las mujeres, lejos de ser un hecho en nuestro país, es todavía desgraciadamente un proceso. Que faltan muchas etapas para alcanzar la meta final y que ninguna es llana; ni permite la banalización o el descuido. O la alambicada ambigüedad diplomática.

Si Mohamed Jatamí no puede respetar nuestro orden, que no venga. Si de ese modo se pierden negocios, que se pierdan. Ninguno vale lo que la discriminación, el desprecio y la violencia de género que el presidente -lo pongo en minúscula por imperativo de mi propia militancia cultural- iraní aplica en su país en nombre de sus principios y aquí pretende aplicar, amparándose protocolariamente en los nuestros. Que no se lo permitan. En todas las situaciones extremas, nosotros lo sabemos de sobra, hay que priorizar. Distinguir y defender lo principal. Subordinarle el resto.

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