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Reportaje:

Hermosura despreciada

La iglesia de San Agustín de Córdoba se deteriora pese a que hay fondos para restaurarla

En la iglesia de San Agustín hay un retablo renacentista, unos frescos bellísimos de inspiración italiana, cientos de querubines de yeso sobredorado y hasta aves del paraíso decorando las paredes. Pero también hay grietas, agujeros, escombros, toneladas de polvo, plumas de paloma y un gato muerto. 'Necesita urgentemente una restauración; está en pie de puro milagro', dice el historiador Ángel Pasamontes, al tiempo que señala uno de los pilares centrales del edificio, toscamente afianzado con unos tablones y unos alambres.

San Agustín es una de las 14 iglesias fernandinas de Córdoba; es decir, una de las que se erigieron por orden de Fernando III con motivo de la reconquista cristiana de la ciudad, entre el siglo XIII y el XIV. Fue, de hecho, la última de estas iglesias medievales, y una de las pocas que no se alzaron sobre los restos de una mezquita. Se construyó en 1328, junto con el convento de los agustinos (que ahora pertenece a los dominicos). Ha sido objeto de muchas reformas y renovaciones; ha sufrido toda clase de vicisitudes. A principios del XIX las tropas francesas la convirtieron en un almacén de paja para sus caballerías. Se incendió. Y ahora está cayéndose a pedazos sin que nadie haga nada.

'Sabemos que la Junta destinó una partida a su restauración, pero hasta ahora no se hace más que poner parches', explica Ángel Pasamontes. 'Y es una iglesia única, con una decoración plateresca muy rica, algo muy poco común en Andalucía'. En ella se mezclan con despreocupación los elementos religiosos y profanos: cerca de las hornacinas rodeadas de inscripciones pías en latín, en las que debía haber imágenes de santos, aparecen seres mitológicos. 'Hay muchos bichos, esto parece un carnaval', dice brevemente fray Manuel, guía de la expedición.

El fraile tiene toda la razón. Además de grifos (animales de mito, mezcla de águila y león o serpiente), se ven figuras de mujeres muy parecidas a los mascarones de proa, flores de lis, hojas de acanto, ramas entrecruzadas, incluso paisajes delicadamente pintados, todo blanco y dorado, más propio de un palacio que de un templo.

Ángel se acerca a lo que parece un montón de escombros grisáceos, toma una pieza, se moja el dedo con saliva y le quita el polvo. Resultado: un dibujo vegetal dorado y perfecto, caído de las alturas. Algo más allá, uno de los arcos que sostienen la cúpula central. 'Está abierto y vencido', indica fray Manuel. El historiador señala a un lado y dice: 'Ese pilar está reventado'. Lo mantiene en pie, además de los tablones y alambres antes dichos, una montaña de cascotes amarillos.

Al fondo también se ven puntales y andamios, aguantando el techo de una de las naves laterales. Están torcidos. Y el rosetón que debería dar luz al conjunto de la iglesia está tapado con una plancha de alabastro translúcido.

La única parte de la iglesia que muestra su esplendor originario son los frescos de la bóveda central, muy marcados por la influencia de la Capilla Sixtina. Pero si la estructura falla y se desploma, de poco servirá que las pinturas brillen. 'La iglesia está al límite', lamenta Ángel Pasamontes. '¿Tendrá que caerse para que se intervenga de una vez?'.

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