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No hay derecho

La gravedad del problema vasco no radica en la cuantía de lo que el nacionalismo pide, sino en que lo pide como un derecho. Y, a diferencia de un favor, un deseo o una aspiración que se ruegan o se negocian, el derecho se exige; llegado el caso, por la amenaza y la fuerza.

Ése ha sido también el presupuesto del que arranca y el tono con que suena el desafío institucional del lehendakari Ibarretxe. De ahí que -por muy certeras que resulten como objeciones- no sean la oportunidad, los riesgos económicos, la traición a las víctimas, la lenidad con los criminales, el chantaje en sacar partido del terror reinante y tantos otros los argumentos que más han de hacerse oír en la réplica. O vamos a la raíz o ya hemos empezado a tragar el anzuelo. Hay que negar la mayor, no cualesquiera otras premisas menores, y responder con toda claridad que no hay derecho.

Claro que, cuando se habla de derechos, habrá que cuidarse mucho de ciertos equívocos. Pues no estamos ante un problema que sea primero de legalidad o de mera conformidad con la ley. Mejor dicho: apenas importa que aquella propuesta de co-soberanía (a la que seguirá la de independencia) no quepa en la Constitución; ¿cómo podría encajar en la legalidad vigente algo que busca, no ya modificarla, sino fundar otra nueva? Tampoco se trata tan sólo de una cuestión de legitimación, o del grado de apoyo que tal iniciativa suscite entre las gentes. Ni siquiera un eventual respaldo mayoritario, y menos si fuera exiguo y menos aún entre una población en buena parte amilanada, le otorgaría por sí mismo validez democrática. Lo que hay que juzgar ante todo y sobre todo de aquella propuesta es su presunta legitimidad, es decir, su justicia o su justificación moral razonable. Anticipemos el dictamen: ese plan es del todo ilegítimo.

Lo es por sus consecuencias, desde luego, pero no menos por sus principios. El lehendakari funda su proyecto en tres pilares, a saber: el Pueblo Vasco es un pueblo con identidad propia; que tiene derecho a decidir su propio futuro, y todo ello desde el respeto a las decisiones de los ciudadanos de los diferentes ámbitos políticos en que hoy se articula (2.1). La primera tesis es sencillamente falsa, y así lo reconocía tan a las claras como a regañadientes el mismísimo PNV en enero del año 2000. En su documento Ser para decidir recordaba el diverso grado de conciencia nacional e identidad entre los ciudadanos, hasta el punto de definir a la sociedad vasca por su 'pluralidad tanto de identidades nacionales como de proyectos políticos' (II, 3). Reiterada al menos en siete ocasiones, fíjense, semejante confesión admitía que la sociedad vasca rebasaba con mucho al Pueblo Vasco, que su pluralidad política requería un tratamiento pluralista y que su disparidad identitaria recomendaba posponer el anhelo soberanista hasta que la conciencia patriótica estuviera más extendida... Tal era el diagnóstico de hace dos años y nada indica que el paciente a uno y otro lado de las mugas con Navarra y Francia haya dado señales de mejoría. Será preciso concluir que el Pueblo Vasco -en esa forma mayúscula- o no existe o lleva una existencia bastante limitada dentro de su sociedad; en suma, que el éthnos no coincide con el démos.

Y aunque algún etnólogo local detectara la existencia de tal Pueblo o se hubiera culminado ya la artificiosa labor de su 'construcción nacional', el segundo principio también sería insostenible. Ni ésa ni ninguna otra etnia gozan del derecho a decidir su futuro, si por tal se entiende el derecho a su secesión respecto del Estado en el que se integran, como no aporten más razones que su mera voluntad unilateral. Una voluntad, además, que pretende romper el nosotros político y levantar nuevas fronteras en virtud de algún criterio natural, en modo alguno civil; que ha de invocar inefables derechos colectivos antes que individuales y un mítico pasado más que el presente efectivo.

Por eso, al proclamar por fin que ese hipotético Pueblo Vasco ejerce aquel derecho 'desde el respeto a las decisiones de los ciudadanos' que lo componen, la ilegitimidad se alía con el disparate. Se viene a decir que Pueblo y ciudadanos son actores distintos de decisiones diferentes, titulares respectivos de otros tantos derechos; pero también que el ente colectivo preexiste a sus habitantes y, contra toda evidencia, que aquél y éstos viven en perfecta armonía. Miren por dónde, lo que iba a autodeterminarse está ya predeterminado. He aquí el secreto del nacionalismo étnico: el sacrificio de la sociedad real al Pueblo ideal, la sumisión de los sujetos políticos a los designios del gran Sujeto..., que sólo se expresa a través de sus intérpretes nacionalistas. Con este tercer pilar cae por tierra el edificio entero.

Así las cosas, el Pacto que tan solemnemente se propone es ilegítimo porque sus fundamentos expresos no resisten un debate argumental sobre su justicia. No confundamos la licitud de este proponer, que sólo alude a la libertad de expresión, con la legitimidad de lo propuesto, que atañe a la cualidad moral de lo expresado. Un respeto para el principio de no contradicción, háganme el favor. No repitamos con el lehendakari la insensatez de que tan legítimo es este proyecto como su contrario. De tener sentido tal fórmula, que nadie se moleste en ponderar valores, en deliberar con vistas a elegir su conducta o a defender ciertos proyectos públicos frente a otros. Si todo es igual de justificable, entonces nada debe ser justificado y sólo el capricho o el mayor número nos dictará qué sea preferible... No son más que argucias para evitar la revisión pública de las propias ideas, para hacer valer los proyectos que valen menos o que no valen en absoluto.

Porque ese Pacto no se volvería legítimo por celebrarse, como asegura el lehendakari, en ausencia de violencia. Ciertamente, lo malo se hace aún peor cuando se impone por la fuerza, pero ni mejora ni se convierte en bueno tan sólo porque venga sin ella: a lo sumo, resulta más llevadero. Tan confundidos andamos por la violencia, que muchos se apresuran a calificar de democrático lo que es nada más que pacífico; tan cansados del terrorismo, que al incoherente tópico de condenar la violencia 'venga de donde venga' se le añade ahora el no menos repudiable de predicar la paz 'llegue como llegue' y al precio que fuere. Las vías pacíficas no santifican lo que dista de ser santo ni justifican lo injusto. Al contrario, es de temer que lo vuelvan más insidioso que si se presentara bajo modos violentos, porque así podrá engatusar mejor a los cuitados.

¿Qué da a entender, pues, Ibarretxe cuando solicita que se reconozca la nacionalidad vasca a efectos políticos... con toda naturalidad? Más que la naturalidad con la que debe reconocerse, se trata sin duda de la naturalidad con la que se reclama ese reconocimiento. He ahí la desarmante simpleza del ejecutor de una suerte de mandato divino, del protagonista de una misión histórica. Es la franca espontaneidad del que toma sin más lo que es suyo, la de quien no tiene que dar razones de su pretensión porque le ampara una verdad sagrada; en suma, la naturalidad del sujeto de un derecho natural. Que es lo mismo que la brutalidad de ese ser prepolítico cuya rudeza consagra su apetito como ley. Por decirlo con recientes palabras de Arzalluz, la naturalidad de quien valora su 'ser vasco' muy por encima del 'ser ciudadano vasco'.

Por eso nunca está de más insistir en algo que no puede refutarse sin autoengaño. Las diversas ramas del nacionalismo vasco no sólo comparten al menos los fines inmediatos y se benefician recíprocamente de los medios empleados por los otros; lo más decisivo es que se basan en el mismo presupuesto y comulgan en la creencia primordial: que existe un Pueblo Vasco dotado de derechos. Pues bien, mientras subsista una creencia tan arraigada, mientras se argumente desde esa premisa última y se vociferen discutibles aspiraciones como si fueran derechos irrenunciables..., no habrá paz estable ni justa entre nosotros. Con estas cartas, jugamos a un juego en el que ambos contendientes no pueden salir victoriosos, sino en el que uno debe ganar lo que al otro tocará perder. De modo que, órdago por órdago, se diría que la salida va exactamente en la dirección contraria a la marcada por Ibarretxe.

El paso necesario es el inequívoco abandono por parte del nacionalismo moderado de todo proyecto secesionista. Veinticinco años de drama colectivo han probado con creces que semejante exigencia, inicua amén de inalcanzable por cauces decentes, trae consigo el desgarramiento civil. Ah, ¿que no tenemos derecho a solicitarles tal cosa o que ésa es una reclamación propia de ilusos? Pues entonces seguiremos atrapados en este infierno: o ellos renuncian a los derechos que se atribuyen como nacionalistas o nos harán renunciar a nuestros derechos como ciudadanos. Por el bien de todos, no les pedimos despojarse de su ideología nacionalista, pero sí que empiecen a mudarla de étnica en cívica. En definitiva, que acepten pertenecer, antes que a esa comunidad particular de sus correligionarios, a esta otra más amplia y rica que forman con sus conciudadanos.

Aurelio Arteta es catedrático de Filosofía Moral y Política de la Universidad del País Vasco.

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