Arte
Los humanistas comprendieron el significado de su dignidad a través de la filología. Pasaban muchas horas delante de los manuscritos para restituir una coma, una frase, maniáticos en la corrección de las falsificaciones que el tiempo y el descuido imponen sobre el modesto orgullo de las palabras. No era una obsesión de personajes que pretendiesen vivir al margen de la historia, porque los tinteros y las plumas se cargan de responsabilidad cuando el viento de los días cruza por las mesas de trabajo igual que por los tejados de una ciudad. Corregir un manuscrito significaba alcanzar el derecho a cambiar las cosas, poner en duda la quietud, los argumentos interesados y autoritarios de la costumbre. Por eso la página en blanco fue también una metáfora de libertad para escritores como Cervantes, que apoyaba la mano en la mejilla y el codo en el bufete, y se arriesgaba a imaginar, sintiéndose dueño de su casa. Aunque sean fantasmas, y aunque el Papa de Roma lo utilice en su uniforme, ni los dioses ni los reyes se sentirán jamás cómodos con el blanco, porque es el color que levanta la mano, y pide la palabra, y discute sobre la intemperie para crear un sentido nuevo en el telón de fondo de la nada. La ficción es la verdadera impertinencia revolucionaria del arte. Ni las consignas políticas, ni los enunciados docentes, ni los pegajosos contenidos del moralista, tendrán nunca el poder esquelético de la creación, la evidencia desestabilizadora de que el mundo es un borrador, un asunto que está aún por inventar.
José García Leal, profesor de Estética de la Universidad de Granada, acaba de publicar una Filosofía del arte (Síntesis, Madrid, 2002). A Pepe García Leal le gustan los libros, las caminatas por el campo y el Real Madrid (que a veces deja de ser un cheque en blanco para convertirse en un folio en blanco sobre el césped del Bernabéu). Frente al nihilismo contemporáneo y a las aguas revueltas y relativistas del todo vale, García Leal ha querido argumentar una definición del arte, un criterio para defender la invención simbólica de la realidad. Los artistas no son los magos de la ocurrencia barata, las plañideras de sus biografías, sino los artesanos del símbolo, gentes capaces de darle forma sensible a un esfuerzo de conocimiento. Sus invenciones hablan de la interpretación que exigen las cosas más evidentes, y nos recuerdan que podemos imaginar, construir historias, que es la mejor forma de construirnos a nosotros mismos. Cualquier discusión estética posee unas dimensiones éticas inevitables. Argumentar el espacio público de una definición del arte significa oponerse al nihilismo, a la exaltación de las diferencias incapaces de dialogar, al disfraz de tolerancia con el que se ha vestido la fragmentada sociedad neoliberal. El diálogo pide comprensión del otro, pero también una tribuna compartida desde la que decidir y juzgar. No todo vale, y el criterio propio es compatible con el respeto. Al hablar del blanco imaginativo del Real Madrid, estuve a punto de afirmar que el organicismo positivista del neoliberalismo tiene color azulgrana. Pero me lo he callado, porque acabo de leer el libro de García Leal, que está escrito con mucha educación. Es un libro firme y educado.
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