_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Un desempleo perpetuo

Al plantear la cuestión acuciante del desempleo, conviene empezar preguntándose ¿desde cuándo tenemos parados? La repuesta, no tan obvia como a primera vista parece, reza: lo más pronto desde que existe empleo que, entendido como trabajo asalariado, es algo bastante reciente. Surge con el capitalismo industrial a comienzos del siglo XIX. Hasta entonces, la nobleza vivía de las rentas de la tierra; la burguesía naciente, del comercio y de algunas, muy pocas, actividades profesionales (clérigos, juristas, médicos) o artesanales asociadas en los distintos gremios. La mayor parte de la población no tenía oficio ni beneficio, y se daban por contentos si eran admitidos como criados, lo que implicaba vínculos personales, además de económicos. Palabra hoy desprestigiada, ya no quedan criados, pero que tuvo en su origen un sentido positivo: vasallo criado en la casa del señor. Era considerable la cantidad de vagabundos que merodeaban por los caminos de Europa y de indigentes que se agolpaban en las ciudades, así como muy extensa la legislación que se ocupaba de ellos. Había cantidad de mendigos, vagos, truhanes, pobres de solemnidad, pero no parados. Pocos esperaban salir de esta situación dando el salto fabuloso de entrar al servicio de un señor. Nada más lejano de la mentalidad, y sobre todo de las posibilidades del antiguo régimen, que pensar que cada persona tendría derecho a un puesto de trabajo. Y, sin este supuesto, no hay parados.

El empleo implica ya un salario a cambio de trabajar la jornada, adjetivo que se sustantivó para significar el tiempo diurno en oposición al nocturno, de donde deriva jornal, precio de un día de trabajo, y jornalero, que trabaja a jornal. El capitalismo industrial trajo consigo un cambio completo al convertir la fuerza de trabajo en mercancía que, como cualquier otra, el mercado fijaría su precio. El trabajo deja de ser una actividad o servicio, con una serie de implicaciones personales, además de las económicas, para convertirse en una relación meramente mercantil: el trabajador, como sujeto libre, vende su fuerza de trabajo a un precio que se mide por el tiempo empleado, al principio, la jornada, y después, la hora, y cuyo monto se pretende establecer según la ley de la oferta y la demanda.

La lógica del mercado contribuye a homogeneizar a una sociedad que se había caracterizado por una amplia variedad de posiciones sociales. El mercado termina así engullendo a la sociedad que, como concepto, había emergido al monopolizar el Estado todo el poder (soberanía). La sociedad civil se configura así como el conjunto de individuos que son iguales en cuanto todos han perdido el poder. La sociedad, concebida ahora como un conjunto de individuos a los que se les ha arrebatado cualquier forma de poder, termina absorbida por el mercado, que, al suprimir cualquier diferencia social o cultural que no se cotice, supone una igualación todavía más radical.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Este proceso de individualización, al despojar al individuo de todas las conexiones sociales que no pasen por el mercado, constituye una fuerza ingente de igualación social. El resultado más patente es haber suprimido la base económica sobre la que reposaba la familia, la institución principal entre las muchas intermedias, que configura el amplio espectro -vecindad, cofradía, club, partido- entre el individuo y el Estado. Igualación social que va eliminando las diferencias de edad, de sexo, de estatus, de profesión y un largo etcétera, sin tomar en consideración más que las que influyen en el modo de insertarse en el mercado. En este proceso de individualización-igualación, al final la única diferencia que queda (eso, sí fundamental) es la de aquellos que pueden comprar fuerza de trabajo y aquellos que están obligados a venderla, aunque, claro está, entre estos últimos es muy distinta la capacidad de negociar o de imponer condiciones, de la que proviene la variada heterogeneidad social que todavía comprobamos.

Ahora bien, por fuerte que sea esta tendencia igualitaria del mercado, nunca ha llegado a ser plena la conversión de la sociedad en mercado, entre otras razones porque nunca ha funcionado el mercado de trabajo tal como establece el modelo de la economía clásica. El fallo original de la economía de mercado es que el trabajo, por mucho que se considere y se trate como una mercancía, no se comporta como tal. Y no sólo porque la fuerza del trabajo no puede separarse de la persona y su dignidad, sino porque impone condiciones que van más allá de las leyes del mercado.

Ya en el inicio del proceso de absorción del trabajo en el mercado hubo que empezar por eliminar la legislación e instituciones caritativas tradicionales que protegían a los indigentes para que no tuviera otro remedio que acudir al mercado de trabajo. Establecida una jornada de 16 horas, por fuerte que fuera la presión del mercado, el descanso necesario impedía que se ampliase. Por mucho que se idolatre al mercado, atribuyéndole un poder mágico de autorregulación, tampoco los salarios pueden bajar del mínimo indispensable para la subsistencia del trabajador y de su familia sin matar la gallina de los huevos de oro. Además de salario más alto y jornada más corta, la primera reivindicación obrera fue que se reconociese el derecho a aliarse para aumentar el poder de negociación. La aparición del sindicato, al igual que los acuerdos y carteles entre empresarios para aumentar los precios, convirtieron la autorregulación de la economía de mercado en lo que realmente es: un mito con un contenido exclusivamente ideológico. Todos hablan contra los monopolios y a favor de la libre competencia, y todos se esfuerzan por eliminarla tanto como sea posible formando oligopolios, cuando no verdaderos monopolios.

Durante la segunda mitad del XIX, el desarrollo de la industria en la Europa occidental necesitaba de una mano de obra creciente, que por lo general proviene del campo y que vive a su vez un rápido proceso de modernización que desaloja población. Más que de desempleados, en esta fase hay que hablar de población toda

vía no integrada en el mercado de trabajo que configura un 'ejército de reserva', imprescindible para que la producción pueda responder a la demanda, sin que la escasez de mano de obra acarree un aumento sustancial de los salarios.

Con la Primera Guerra Mundial, el panorama cambia por completo. La movilización de millones de trabajadores trajo consigo la experiencia fascinante del pleno empleo. Cuando el empresario encuentra con dificultad mano de obra, entonces es cuando el trabajador organizado puede negociar en condiciones más parejas. Es la virtud principal del pleno empleo que le coloca en la situación de poder formular otras exigencias. Como consecuencia de la guerra hay que consignar el acceso de la mujer al mercado de trabajo, que posibilitó el ulterior proceso de emancipación; en segundo lugar, el reconocimiento de los derechos sindicales con lo que se posibilitó una mejora sustancial de las prestaciones sociales. La Constitución de Weimar da un paso adelante al establecer el derecho al trabajo. Como en una sociedad capitalista el Estado no puede ofrecer a cada persona un puesto de trabajo, sólo cabe garantizarle un subsidio que le permita mantenerse mientras no encuentre empleo. Ahora es cuando surge el parado: es aquel que tiene un derecho reconocido a un puesto de trabajo, pero que nadie se lo ofrece. ¿Qué hacer ante un derecho fundamental del que se ven excluidas millones de personas?

En los años veinte y treinta del siglo pasado hubo que enfrentarse al desempleo como un fenómeno social masivo que la economía clásica, empeñada en que se regula a sí misma, no está en condiciones ni siquiera de plantear. Lo único que le cabe hacer es lamentarse de que los sindicatos impidan que los salarios desciendan hasta el punto que deberían para recobrar el equilibrio. Hoy se predican los mismos remedios -caída de los costes salariales y de los impuestos- con los mismos resultados. La economía clásica, otra vez en candelero, depués de ofrecer una solución imposible de llevar a la práctica -dejar que el mercado de trabajo se regule a sí mismo, estableciendo los precios adecuados-, se lava las manos. Si no se hace lo que habría que hacer, habrá que acostumbrarse a un paro alto, que tiene, entre otras, la virtud de disciplinar a los asalariados (ante el temor del paro, nunca en Alemania habían descendido tanto las bajas por enfermedad), reduciendo todas las reivindicaciones a una sola, que disminuya el paro.

Tres han sido las respuestas no ortodoxas que acabaron realmente con el desempleo. El modelo soviético que supuso la estatalización de la economía y su planificación con los altísimos costes conocidos en la pérdida de libertad personal y de eficacia económica. Una fórmula que semeja a aquélla de quitar el dolor de cabeza cortando la cabeza. Aun así, en los antiguos países comunistas se mantiene la nostalgia del pleno empleo. La segunda fue la del nacionalsocialismo: una economía de guerra, potenciando al máximo los gastos militares, acabó efectivamente con el paro en tres años, pero en sólo 12 arrasó una buena parte de Europa. Y la tercera fue la socialdemócrata, basada en un keynesianismo que elimina el laissez-faire sin suprimir el capitalismo. Por medio de las inversiones y de la fiscalidad, el Estado podría controlar los momentos de recesión, de modo que cupiera un crecimiento continuo de la economía, garantizando el pleno empleo a la vez que una subida constante de los salarios reales. Después de la Segunda Guerra Mundial, el modelo socialdemócrata, inspirado en el keynesianismo, funcionó bastante bien hasta la crisis del petróleo de comienzos de los setenta. Ahora bien, el keynesianismo resulta operativo sólo dentro de un mercado nacional que controla el Estado. La internalización de la economía lo convirtió en obsoleto. El aumento de la demanda interna, privada o pública, en vez de empujar la producción propia, puede incrementar las importaciones con una subida del déficit comercial, que, junto al adeudamiento del Estado, desencadene una inflación acelerada. También bajar los impuestos puede conducir los beneficios empresariales a la especulación financiera, o a ser invertidos en países muy lejanos que ofrecen mejores rendimientos. La única posibilidad de mantener el modelo keynesiano hubiera exigido el control de las inversiones. Una medida ante lo que los empresarios se hubieran opuesto con violencia, además de los riesgos enormes, algunos conocidos y otros por conocer, que implicaría la superación de hecho del capitalismo. Ninguno de los gobiernos socialdemócratas, ni siquiera los más avanzados como el sueco, se atrevieron a tomar medida tan opuesta al gradualismo reformista que los caracteriza.

Desde los años ochenta tenemos en Europa un desempleo en torno al 10%, que se mantiene constante con pequeñas oscilaciones. Los partidos que se alternan en el poder, sean de centro-derecha o de centro-izquierda, en la oposición se presentan como poseedores de fórmulas eficaces para reducir el desempleo -desregulación y bajada de los impuestos- que luego cuando gobiernan no se muestran tan eficaces, en el fondo porque no las aplican con la rotundidad que el modelo clásico exigiría. Las medidas que hasta ahora se ofrecen para eliminar el desempleo, o no son eficaces -meros parches para bajar el paro, sobre todo en las estadísticas, y ahorrar en el subsidio de desempleo: véase la lista elaborada por la comisión Hartz en Alemania- o no son aplicables mientras los ciudadanos mantengan el derecho de voto, como son las neoliberales.

Una vez que se ha perdido el miedo que las capas dirigentes tuvieron en los ochenta a los dos dígitos, nos hemos acomodado a vivir con un paro alto. Más que de reducirlo, de lo que realmente se trata es de bajar su coste para la Hacienda pública. La economía sumergida y los servicios más elementales, aunque muy necesarios para mantener una cierta calidad de vida, se cubren en el nuevo mercado de trabajo desregulado que ofrece la inmigración. Si la duración de la llamada sepultura perpetua es de 99 años, no parecerá exagerado hablar entonces de un desempleo perpetuo.

Ignacio Sotelo es catedrático de Sociología.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_