¡Pedrooo!
HOY HABLARÉ DE MÍ. No debería, porque sé que ustedes me tienen idealizada, pero deben saber que soy una escritora con mis grandes virtudes y mis pequeños defectillos que me hacen, si cabe, más humana. Hace unos días vinimos a Nueva York. Creo que están ustedes informados del viaje porque, como dice mi santo, somos un matrimonio que carece de intimidad. Tampoco tenemos vida interior. Y qué. Optamos por Iberia porque en las líneas americanas las azafatas son unas ancianas que te tratan como el culo porque están explotadas en su vejez cuando desearían estar en Florida, como los padres de Woody Allen, o en Lopagán, como mis suegros. Fue meternos en el avión y ver a un pasajero que tenía en sus manos un libro que yo he escrito. Me dio tal ataque de agradecimiento que una vez que el sobrecargo dijo que podíamos desabrocharnos los cinturones corrí hacia él. El pasajero se había dormido con mi libro sobre la cara y tuve que despertarle, un poco para comunicarle mi agradecimiento y otro poco para afearle la conducta: porque no es bonito que otros pasajeros, posibles compradores, tengan la impresión de que dicho libro es soporífero. Me mojé la mano en agua y le eché gotillas sobre la cara y de momento el hombre se pegó un sustazo, pero se recompuso y yo le di la charla calculo que hasta que empezamos a sobrevolar Canadá; bueno, hasta que mi santo vino a por mí, montándome un pollo en pleno vuelo que no me pareció normal verdaderamente. Decía que hasta en los vuelos transoceánicos tengo que andar brujuleando y que volviera a mi sitio, que me iba a perder la merendola de Iberia, y dijo que seguramente ese pobre hombre ya se estaría arrepintiendo de haber comprado mi libro, dijo que me quiero poner simpática y que rozo la pesadez, como autora y como persona. Total, que llegamos al loft de alquiler que nos hemos buscado con el morro hasta los zapatos. Nos esperaba nuestra casera, a la que a partir de ahora llamaré Hillary. Hillary es supermoderna, supermulticultural, superbollo, pero no conoce a Mister Proper. Así que esta escritora de culto, sin haber superado el jet lag, se tuvo que remangar y arrodillarse en dicho loft neoyorquino (no han descubierto aún la fregona) y limpiar la mierda (incluida la del gato de Hillary). Mi santo bajó a comprar botes de Mister Proper a tutiplén y después de cinco horas de fregoteo hicimos la mítica prueba del algodón y nos quedamos exhaustos en la cama de Hillary: donde jamás, imagino, se había consumado un acto heterosexual hasta dicho momento. Bien es cierto (para no faltar a la verdad) que no llegamos a la consumación hasta el día siguiente porque entre el jet-lag, la mierda del gato de Hillary y nuestras pequeñas rencillas, la libido como que no daba señales de vida.
Día siguiente: ¿creen que es normal llegar a Nueva York y, hala, meterse en la ópera? (Es un buen tema para que debatan ustedes en casa). Pues para que vean que yo en mi hogar ni pincho ni corto: como una calzonazas me llevaba mi santo en un taxi (secuestrada) a ver Don Giovanni. El taxi paró en un semáforo y yo salí escopetada casi tirándome sobre la acera. Mi santo creyó que huía desesperadamente de dicho evento, pero una vez más erró. La cosa es que había visto al mismísimo Pedro Almodóvar con su hermano Agustín. Eché a correr tras ellos: ¡Pedro!, grité cual Penélope. Y Pedro se volvió y me saludó en Central Park West y fue como en las películas. Le pedí dos entradas para la première de Talk to her. Al día siguiente quedé con Agustín en unos almacenes de ropa barata (Canal Jeans) donde Agustín se compra los calzoncillos (se llevó diez concretamente) y me dio las entradas. Mi santo se compró una gabardina estilo Mr. Bean de segunda mano que le costó 20 dólares. A mí me parece bien que los escritores de culto se compren ropa de segunda mano (anda y que se jodan); en cambio, los escritores de masas nos compramos ropa pija porque tenemos que consolarnos de nuestras frustraciones.
El domingo nos presentamos del bracete (mi santo, con su gabardina Mr. Bean) en el estreno. Nos colocaron en un palco y a nuestro lado, lo juro, estaba Kathleen Turner, maravillosa, recia (como llama mi suegra a las mujeres metidas en carnes), y Jessica Lange, vestida con un jersey negro como la más sencilla; también John Turturro con una chaqueta que también parecía comprada en los veinte duros, Paul Auster y John Waters, con su bigotillo fino y su blanca palidez. Todos se conocían y se saludaban menos nosotros, que éramos como el Mariano y la Concha de los chistes de Forges. Felices y fuera de lugar. Yo era, no lo digo por presumir, la más maqueada del palco. Es que los catetos siempre nos arreglamos cuando vamos al cine. Almodóvar presentó la noche con un inglés bastante manchego, y el público celebró con emoción y aplausos su película. Le fuimos a dar la enhorabuena entre Turturro, Lange y toda la pesca. Nosotros, como uno más. Y entre todas las estrellas estaba nuestra favorita: Javier Cámara, que dice que se queda en Nueva York para hacerse un muchacho de mundo. Yo sueño con encontrármelo en cualquier esquina. Por cierto, el otro día comimos al lado de Joan Collins. Bajo un sombrero vaquero se le apreciaban en la cara las veinticinco operaciones. Pero los pies, dijo mi santo, los tiene de abuela. Cuando la mismísima Collins fue a la toilette, fui tras ella (soy periodista de investigación, como Mariñas). Hice pis a su lado. Le veía los piececillos por el hueco entre los dos váteres. Mi santo tenía razón: eran de abuela. El tiempo, Joan, que no perdona.
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