El doblete de Molina
Después de una interminable semana de adhesión y condolencia en la que hemos invocado indistintamente a Lance Armstrong y Lubo Penev, la figura de José Francisco Molina vuelve a asomar sobre un caos de consultas, análisis y radiografías. De pronto, la Liga se ha convertido en una sala de espera donde todos recibimos lecciones de quimioterapia, todos invocamos la ley de las compensaciones y todos pedimos el indulto de José.
Pero, mientras vuelve, tenemos una buena excusa para recordar sus mejores años. Por ejemplo, la temporada del doblete.
En aquel momento, año 95, los críticos celebraban la euforia colombiana de Higuita, la locura paraguaya de Chilavert y los destellos dorados de Jorge Campos, aquel portero fluorescente con el que México asombró al mundo. El fútbol moderno discutía la necesidad del libero corrector de Helenio Herrera, investigaba las teorías de César Menotti sobre el achique de espacios, aplicaba las tesis de Pacho Maturana sobre la presión y aceptaba cualquier delicia táctica que pudiera mejorar el rendimiento. Entonces alguien habló de la necesidad de revisar las atribuciones del portero: si la defensa había de oscilar con el resto del equipo para mantener la proximidad entre las líneas, esto es, para favorecer los apoyos en el despliegue y en el repliegue, el arquero primitivo, un tipo solitario y estático, debería descifrar el juego exterior y participar en él hasta donde fuera posible.
En el Atlético de Madrid, el joven Molina salió rápidamente de su austeridad: primero exhibió un amplio catálogo de recursos y luego mostró su propia solución al problema. Su sobriedad bajo los palos se completaba con una llamativa exactitud para tomar decisiones: un mecanismo de alarma interior, quizá una nueva forma de intuición, le indicaba puntualmente cómo y cuándo debía entrar en juego. A todo ello sumaba una habilidad insólita: con el balón en el pie era un centrocampista más. Tenía una aguda visión del juego, un tacto preciso para el toque, una fría lucidez para interpretar el mano a mano y una serenidad invariable que le permitía convertir cada situación extrema en una intervención de rutina.
Su conocimiento del oficio predispuso el futuro de su club. Oficialmente, era un solo futbolista, pero en su cuerpo y en su cabeza convivían dos jugadores distintos. Los resultados fueron espléndidos: gracias a esa capacidad de desdoblamiento en portero y hombre libre, su equipo consiguió la superioridad numérica y se benefició de una legítima desigualdad matemática. Alineaba a once, pero jugaba con doce.
Por primera vez en la historia, un portero mereció llevar dos camisetas y dos dorsales.
Su doble valor valió un doblete.
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