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Sin política y sin solución

Ilustres y prestigiosos juristas no se ponen de acuerdo: sobre la nueva ley de partidos; sobre las actuaciones del juez Garzón; sobre las propuestas del lehendakari Ibarretxe. Más aún, manifiestan opiniones opuestas, a veces antagónicas, derivadas de su particular visión política de los problemas de Euskadi, más o menos traducida a lenguaje jurídico. En el asunto vasco, como en muchos otros pero en éste de manera más visceral, se evidencia que el prestigio no asegura ni el buen criterio, ni la excelencia profesional en la argumentación técnica. Ni, mucho menos, la objetividad. Se pueden encontrar, sin salir de este periódico, posiciones tan distantes como las de cualquier vecino; es decir, políticas, partidistas, dogmáticas, sólo que más jurídicas. Es difícil para el profano saber quién tiene técnicamente razón.

Hay quien piensa que la propuesta de la mayoría vasca no necesita cambios sustanciales en la Constitución. Es decir, que pasar del estado de las autonomías a un estado plurinacional podría hacerse mediante algunos retoques que harían efectivas las exigencias de la oposición democrática de la transición, y no otra cosa. Otros, en contra de la propia Constitución, la consideran intocable. En todo caso, no se explica que se califique de inconstitucional una propuesta. Cualquier propuesta que aspire a una sociedad distinta, a otras reglas, que pueden mejorar (o deteriorar) las que tenemos, naturalmente que pretende cambiar la Constitución. Es algo simplemente lógico. Igualmente, no puede ser antidemocrático un proyecto que se resuelva en una consulta popular, siempre que se den las condiciones legales establecidas en ese momento. Son los medios para conseguir esos cambios, lo que determinará si se rompen o se respetan las reglas democráticas actuales. Si resulta que revisar la Constitución es un acto constitucional, no se ve el problema caso de vencer las dificultades legales que el tránsito represente. Que, por otra parte, parecen hoy por hoy absolutamente insalvables, dada la abrumadora influencia mediática en asuntos patrióticos y la carga ideológica que se puede apreciar en las más altas y definitivas instancias judiciales. No obstante, de la inviabilidad actual no se desprende ni ilegalidad ni carencia democrática alguna. Desde la óptica de algunos especialistas, tampoco parece estar claro hasta qué punto es correcta la ley para la ilegalización de Batasuna. Si efectivamente tuvieran fundamento sus dudas, el 90% del Parlamento habría aprobado, según aquellos criterios jurídicos, una ley de dudosa constitucionalidad. Otros motivos de controversia entre juristas son las actuaciones del llamado juez estrella (si recortan o no derechos fundamentales), y de preocupación para quien piensa que efectivamente los derechos en general van a menos.

Seguramente quedan muchas más discrepancias e incógnitas en Euskadi, pero la mayor inquietud, la que en realidad suscita más peligros y más preocupación, es si las medidas adoptadas o las propuestas hechas por unos y por otros (por qué hay unos y otros) van a ser un instrumento eficaz para liquidar el problema de los atentados, de la violencia callejera, de la confrontación civil. En definitiva, de la libertad y de la convivencia. Si concretamente aquellas medidas representan un paso hacia el final del terrorismo, o si, por el contrario, van a agravar la situación, por no estar presididas por la voluntad de normalizar y pacificar, sino por motivos e intereses más partidistas, más políticos. Pese a negar insistentemente que no se trata de problemas políticos, ignorar la política y suponer el agotamiento de ETA, han formado parte de la estrategia antiterrorista desde los años 60. Un criterio que, posiblemente, ha determinado sus fracasos y sus resultados, siempre negativos a largo plazo, para derrotar al terrorismo.

Pueden pasar algunos años (10, 15, otros 40?, con detenciones y reproducción de comandos) sin actuar en el ámbito de la política. No obstante, los intentos de identificar la violencia con el nacionalismo, así como el tratamiento de las víctimas del terrorismo, (compárese al recibido por las víctimas de la violencia de género), merecedoras del máximo apoyo y consideración, pero en ocasiones utilizado de manera partidista y escasamente respetuosa, revelan en muchos aspectos su oculta dimensión política. El acoso indisimulado a que se ve sometido el nacionalismo en Euskadi, se diría más dirigido a priorizar su liquidación que a crear condiciones para procurar el fin de la violencia. Siguen sin elaborarse ideas y medidas que intenten siquiera simultanear la persecución de actos delictivos con planteamientos políticos, como si fueran incompatibles. El establecimiento de la democracia, fruto de un pacto con excesivas supervivencias anteriores, que nadie parece percibir, no ha alterado el tratamiento del problema. Tampoco el estado de las autonomías ha propiciado cambios. Probablemente por tratarse de una reforma de la Administración central periférica y no precisamente del reconocimiento del carácter plurinacional del Estado. Cuando se reitera que Euskadi goza de las máximas cotas de autonomía de Europa se confunde la naturaleza de unas concesiones (transferencias y competencias) con contenidos de decisión política, cuya precariedad ante los tres poderes del Estado, salta a la vista.

Por otra parte, una violencia sin horizonte, por carecer a su vez de visión política, crea, contra lo que piensan sus ejecutores, condiciones adecuadas al avance del centralismo y aleja cualquier perspectiva de solución. El nacionalismo más exaltado debería tenerlo en cuenta. Tanto la violencia permanente, como la antiviolencia oficial, vienen configurando la realidad de Euskadi, defraudando las aspiraciones democráticas más elementales de unos y otros, deteriorando la convivencia y restando posibilidades a la paz. Razonablemente se puede sospechar que ese ambiente, considerado el caldo de cultivo del terrorismo, también sirve como caldo de cultivo para liquidar un nacionalismo moderado que, dado el persistente fracaso de los gobiernos centrales, busca otras vías. Como fue la vía de Lizarra que, se diga lo que se quiera, fracasó en su intento de convertir la tregua en indefinida, o la actual vía de Ibarretxe también predestinada a fracasar. Demasiados enemigos.

Doro Balaguer es escritor.

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