Tentando al diablo
Con frecuencia me ha sorprendido la rápida transformación que sufren los humanos a medida que ascienden los escalones del poder. Personas que creías conocer desde hace tiempo, aparecen con faz cambiada, con un rostro nuevo y surge la pregunta: ¿fue siempre así y nos lo ocultaba o es que ha cambiado?
Cuando esta sorprendente experiencia es compartida entre viejos amigos, la pregunta se encasquilla sin encontrar una respuesta satisfactoria.
Será curioso comparar dentro de un tiempo todo lo que se haya escrito en estos años de Juan José Ibarretxe. Una vez que ya esté claro el destino que ha estado tirando de él.
De momento, observo una carencia en alguien que se considera un estadista. Este hombre no ve lo que sucede a sus costados., a izquierda y derecha. Sólo mira al frente. Hacia la estrella que señala su destino. Su preocupación es avanzar, sin que importen obstáculos ni cuanto le rodea.
Sorprende la transformación que sufren los humanos cuando ascienden los escalones del poder
Cuando los terroristas vascos se enfadan con el PNV, los muertos suelen ponerlos los demás
Si le comparamos con el antihéroe de Chaplin en Tiempos Modernos, podemos anotar algunas diferencias. Aquel hombrecillo que corría por la calle tras un camión, ondeando un trapo rojo y seguido por una muchedumbre, no era consciente de su destino. No creía llevar una bandera; creía que era un trapo y sólo pretendía devolverla al dueño del camión para que nadie tropezase con la carga que asomaba. Tampoco se sabía seguido por nadie. Charlot era un ingenuo.
Ibarretxe no es un ingenuo. Al contrario, es tan consciente de su misión, que habla con gran respeto de sí mismo, en tercera persona y cuando quiere decirnos algo, en vez de decirlo simplemente, nos dice que 'el lehendakari dice'. No sólo sabe que tiene seguidores, sino que debería seguirle la sociedad entera.
Lo que desconoce es que el camión tras el que corre va atropellando a la gente. El lehendakari no detiene su carrera por esas víctimas. Él tiene -como el conejo de Alicia- 'muchirrísima prisa'. Y parece no saber, principalmente, que va detrás de un vehículo cargado de explosivos, agitando precisamente la bandera desprendida del camión.
Podría discutirse si no sabe o si no quiere saberlo. Él repite que no sigue a nadie y menos a ETA. Se jacta de actuar 'como si la violencia no existiera', pero sigue el rastro del camión.
A mí me da igual que en su fuero interno crea o no crea lo que dice. Me parece más relevante el punto de vista de los camioneros.
Esos peligrosos etarras saben muy bien que conducen un camión con explosivos. A diferencia de Ibarretxe, que sólo mira hacia delante, los etarras siempre miran por el retrovisor, para ver quién les sigue. Les gustaría que les siguiese el pueblo, pero, a menudo, quien les sigue es la Policía. Aunque tampoco carecen de fans. Entre cien y doscientas mil personas. No está mal para un pueblito. Durante más de treinta años, los etarras han tenido la obsesión de dirigir un Estado, pero se han hecho conocidos sobre todo por su afición a atropellar viandantes.
Hace veinticinco años, los etarras contemplaron por el retrovisor cómo el Partido Nacionalista Vasco recogía las nueces desprendidas del árbol que ellos habían golpeado. Se enfadaron y apretaron el acelerador. Para ser tenidos en cuenta, atropellaron cada vez a más gente.
Ahora la historia se repite. De nuevo ven por el retrovisor que alguien se agacha a recoger lo que ellos pierden. Ahora que por culpa del juez Garzón se les ha caído el trapo rojo, este Ibarretxe lo coge y empieza a ondearlo ante los votantes batasunos, sus viejos seguidores. Ni que se creyera el flautista de Hamelín.
También esta vez parecen enfadados. Y dispuestos a demostrar que a ellos no se les deja de lado impunemente. Cuando los terroristas vascos se enfadan con el PNV, los muertos suelen ponerlos los demás. El consejero Balza, que como policía sabe mirar a los costados, ha dicho que ETA está ahora más cerca de Hipercor que de una tregua. Me pregunto: ¿cómo cuánto de cerca?
Y el lehendakari, entre tanto, avanzando imparable con su trapo soberano. Su pecado no es la ingenuidad, sino la soberbia. Antes lo dijo Cervantes: 'Animo Sancho, que ladran, luego cabalgamos'.
Claro que a soberbia siempre le ganará ETA. La de ellos es la peor de las soberbias: es soberbia sacrílega. Si un solo hombre con un rifle en Washington se cree Dios, porque puede decidir sobre la muerte o la vida de alguien, figúrense lo que se creen estos etarras que conducen el camión repleto de Titadine.
Ibarretxe no debería tentar al diablo.
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