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Una nueva política para las ciudades

Las ciudades cambian más deprisa que el corazón de sus habitantes, afirmaba Baudelaire a mediados del siglo XIX. Si el poeta de las calles de París pudiera asomarse a esta Europa, en la que el 80% de población vive en núcleos urbanos, sin duda quedaría fascinado. No sólo porque a comienzos del tercer milenio, con todos sus problemas y amenazas, la ciudad sigue siendo una de las más felices creaciones del ser humano, sino por el permanente proceso de cambio que experimenta cada día. Sin embargo, cabría preguntarse si este cambio radical y constante ha ido parejo a una transformación igualmente profunda en el modo de concebir la política en el ámbito municipal.

Frente a quienes defienden la naturaleza eminentemente técnica de las grandes decisiones que afectan a las ciudades -y lo cifran todo en un asunto de mera gestión- se hace cada vez más evidente que la solución a muchos problemas urbanos exige otorgarle un papel central, y nuevo, a la política. Políticas son las decisiones que afectan al uso del espacio público, a la vivienda, a la movilidad. Política es la opción de convivir con la injusticia o declarar la guerra a la exclusión, a las situaciones de marginación generadas en torno al sexo, la edad, el origen o la falta de recursos económicos. Políticas son las acciones que se emprendan para amparar a los mayores o para brindar ofertas de ocio a los jóvenes. Políticas son, en suma, gran parte de las medidas que comprometen el futuro de ese organismo vivo y extremadamente delicado que es una ciudad.

Pero, sobre todo, política es la decisión de establecer nuevos cauces de participación de los ciudadanos en la vida pública para que éstos dejen de ser meros administrados pasivos y se conviertan en corresponsables de los problemas de la ciudad. Evidentemente, no se trata de establecer un régimen asambleario, tan imposible como indeseado, ni de que los representantes democráticos hagan dejación del encargo para el que han sido elegidos, pues tomar decisiones es parte fundamental de su tarea. Es preciso superar la tendencia de los poderes públicos a dialogar sólo con unos pocos, normalmente los poderosos creando espacios para la discusión y la resolución dialogada de los conflictos. La política local, por su mayor proximidad al ciudadano, permite explorar nuevos cauces de participación que completan y amplían la cita periódica con las urnas. Pero, sobre todo, lo que se consigue es un sentido de pertenencia que permite hacer realidad la definición de ciudad como espacio público compartido.

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Una concepción progresista de la política municipal implica más democracia, pero también una nueva consideración de las relaciones entre libertad y seguridad basada en la certeza de que una y otra, lejos de anularse, se necesitan y se complementan. Es evidente que la preocupación por la seguridad ciudadana tiene una base real, y los poderes locales pueden y deben comprometerse de una forma más directa en la consecución del objetivo de unas calles más seguras, pero esta labor no se circunscribe sólo al terreno específico de las actuaciones policiales. Como sabían muy bien los urbanistas del XIX, el entorno físico es muy importante para propiciar la seguridad, y no sólo porque calles más amplias y mejor iluminadas dificulten la acción de los delincuentes. El urbanismo como factor preventivo de la delincuencia parte de la convicción de que las ciudades más habitables, las que mejor propician la convivencia, son también las más seguras. Para ello, es preciso superar el modelo de urbanismo desarrollista -y Madrid es un excelente ejemplo de ello- que deja el diseño de la ciudad en manos de los promotores, que fomenta la aparición de ciudades dormitorio carentes de equipamientos, o que derrocha el presupuesto público en obras faraónicas mientras los barrios languidecen y los centros históricos se despueblan o se degradan.

El concepto de seguridad trasciende al mero orden público y debe abarcar todos los ámbitos -trabajo, vivienda, medio ambiente, sanidad o educación- que propician un futuro previsible y en el que los ciudadanos pueden modelar sus vidas protegidos de los avatares que siempre afligen más a quienes menos tienen. Del mismo modo, es preciso ampliar el concepto de libertad y reivindicar el derecho de todos a transitar libremente por su ciudad; promover un sentimiento colectivo que penalice las actuaciones antisociales; concebir las calles más como lugares de tránsito que como aparcamientos y recordar que el peatón cuando pasea por la vía pública realiza un acto de apropiación, de identificación con su entorno, que estimula comportamientos cívicos. Y, sobre todo, es necesario favorecer la autoestima ciudadana. Ello se lograría generando adhesión, implicando al ciudadano en un relato colectivo capaz de crear un consenso interno -algo que podría definirse como patriotismo local- lo que también nos dotaría de una imagen mejor definida hacia el exterior.

Las ciudades occidentales, en el pasado centros productores de bienes manufacturados, son ahora nudos en la red mundial de capitales, tecnología y talento. En un escenario donde ya no es posible competir con salarios bajos o condiciones laborales degradadas, la capacidad de nuestras ciudades para atraer estos recursos dependerá menos de aspectos materiales que de esos valores intangibles que definen su personalidad. De esta forma, la existencia de un relato de ciudad basado en el consenso favorecerá la cohesión y mejorará la competitividad.

A pocos meses de unas elecciones que habrán de afectar el futuro de nuestras ciudades, éstos son, en mi opinión, algunos de los términos sobre los que debería girar el debate político. Es evidente que no existen fórmulas mágicas ni medidas milagrosas. Muchas de las recetas de ayer ya no sirven hoy, pues han de aplicarse a una realidad compleja, mezcla de ese cambio incesante que sedujo a Baudelaire, y de una tradición compartida que se debe preservar. La globalización, la desaparición de las fronteras, los cambios en el concepto de soberanía, la necesidad de estar conectados, las exigencias de la centralidad y la necesidad de ofrecer un nuevo modelo de vida ciudadana, nos obligará a los políticos a realizar un esfuerzo de comprensión y transformación de la realidad. Una oferta de Pacto Ciudadano que construya una identidad incluyente basada en la diversidad. Y, en todo caso, cualquier solución habrá de venir de una mejora en la administración de la vida pública. Una nueva forma de hacer política que tenga en cuenta que las ciudades están hechas de seres humanos, y defienda que el mejor instrumento que tienen los ciudadanos para construir su ciudad es la democracia.

Trinidad Jiménez es candidata del PSOE a la alcaldía de Madrid.

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