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Columna
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La fiesta esa

Por fin se celebró una vez más el Doce de Octubre que, gracias a Dios, cayó en sábado. Las molestias que causa a la población -todo hay que decirlo- son menores a las que origina el Día de la Bicicleta y el paso de la Infantería, los tanques y los caballos menos devastadores que los que origina un final de Liga en la plaza de la Cibeles (perdonen, pero me suena mejor con el artículo). El hecho de que vaya mucha gente a presenciar este espectáculo callejero y de que haya niños de mentalidad tan retorcida que disfruten contemplando el paso marcial de los soldados no sé si merece los recelos y suspicacias que levanta.

Los que tenemos muy tasado el porvenir nos consolamos oteando el remoto pasado, donde aparecen aquellas raras ocasiones en que alguno de mis progenitores me llevó a ver la parada militar que se celebraba, supongo que cada día, con el cambio de guardia en el palacio de Alfonso XIII. Mis coetáneos recordarán la anécdota de un capitán de húsares o coraceros que mandó el escuadrón subido en un coche de caballos, resguardando el rutilante casco emplumado bajo un paraguas, asido con una mano y blandiendo el sable con la otra. Creo recordar que se llamaba Merino y fue periodista. Le echaron del Ejército tras un consejo de guerra muy benigno. En la actualidad, de forma sumamente discreta, me parece haber coincidido algún mediodía con el relevo de la guardia en los empinados jardines del Cuartel General del Ejército, que dan al comienzo de la calle de Alcalá. Unos tímidos redobles de tambor y la breve evolución de una escuadra que se retira y da paso a la que llega. Después, la contemplación de los viandantes que caminan al otro lado de la verja. Algún sorprendido turista japonés intenta reaccionar tirando de cámara, pero los que suben o bajan apenas dedican una mirada de soslayo al ajetreo castrense.

Luego aquellos desfiles de la Victoria, machaconamente organizados con el fútil pretexto de haber ganado una guerra civil. El reciente se llama, también, Día de la Raza. ¿Pero qué raza? ¿Acaso los habitantes de Madrid podemos mencionar siquiera ese concepto, cuando aquí hemos llegado desde todas las puntas de la Rosa? ¿Cabe blasonar pureza de linaje y de tercos parientes antepasados como, es un decir, los euskaldunes?

La cuestión es que los madrileños de nación o vecindad nos sentimos algo avergonzados por albergar en nuestras calles algo tan inmerecido y poco conveniente como una parada de los ejércitos profesionales -de paso comprobar en qué nos estamos gastando los cuartos-, para enaltecer a la bandera. Ni que fuera la ikurriña, confeccionada, me dijeron, por el hermano sastre de Sabino Arana. O la senyera, que tiene los mismos alegres colores que la que lleva ondeando un año en la plaza de Colón y nos la descubren cuando es bajada para mandar a la tintorería y remediar los desgarrones del viento serrano.

No es el buen camino. Con carácter general deberían ensalzarse valores que no despierten recelos o suspicacias en las autonomías colindantes. Instituir el Día del Marisco, en Galicia; el del Olivo, en Andalucía; de la Traca, en Valencia; del pernil, en Extremadura, e instituir el homenaje a la angula, al menos entre quienes viven en la desembocadura de río Nalón, de los que soy descendiente. Valores y referencias que no irriten a nadie y que se den por buenas.

Desaconsejaría que se prescindiera del desfile militar, por el valor coreográfico que encierra, aunque vendría bien una amplia demostración folclórica, con nutridas representaciones de tendencias marginales y lectura de versos juveniles de Fernando Arrabal. Y en lugar de la Legión -nunca sabremos ni lamentaremos bastante que la extrañaran de Lanzarote- una tropilla de volatineros, pues también suelen llevar una cabra que sabe hacer algo más que marcar el paso. Meras sugerencias horras de malicia. Brindo una idea de concordia y consenso: en lugar de la manía de festejar a la bandera en el paseo de la Castellana, como algo muy propio y sin lesivas connotaciones ecuménicas, instaurar el Día del Cocidito Madrileño. Si los vascongados lo estiman conveniente, pueden rendir culto, también, a su bacalao al pil-pil; los catalanes, a la escalibada, y los de Albacete, a sus riquísimos gazpachos. Los andaluces, con la itinerante y sindicalista bandera del Betis, casi nunca levantan desconfianzas. Así que nada de centralismos desaforados.

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