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Columna
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Imaginar el futuro

Aún no somos capaces de imaginar, quizá, cómo puede ser una Cataluña sin Jordi Pujol. Pero habrá que empezar a hacerlo. Demasiados años de inercia pujolista pesan en los cerebros, en los hábitos, en las percepciones, en el recuerdo, en las vidas. Y parece como si lo que es Cataluña -lo que somos los catalanes- sólo pudiera hoy explicarse con esa figura mesiánica, consolidada por el paso del tiempo como marca de fábrica.

La hegemonía pujolista, que no es exactamente lo mismo que la hegemonía nacionalista, ha sido tan omnipresente, insistente y precisa que ha cerrado el paso a cualquier otra idea sobre lo que somos y podemos ser. No se trata de una cuestión abstracta ni banal. Todo lo contrario: el pujolismo es, ha sido, y acaso continúe siendo, un imaginario que nos define. Nos guste o no, ha marcado de forma implacable la identidad colectiva y, efectivamente, las identidades colectivas acaban tomando cuerpo en identidades individuales. Pujol ha encarnado un estilo de vida, una forma de hacer, unas costumbres que hoy pasan por ser lo catalán. En ese aspecto, ha hecho escuela. Y todos hemos asistido a sus clases. La mística del profesor ha llegado hasta lo más hondo de las conciencias.

Por ello, aunque creamos habernos librado del peso del imaginario construido pacientemente en 22 años, el pujolismo perdurará más allá de la mera presencia física de Jordi Pujol en el Gobierno de la Generalitat. Veremos entonces, por ejemplo, cómo los de fuera de Cataluña, cuando nos miren o nos juzguen, siguen con el cliché pujolista pegado al alma. Y costará convencerles de que detrás de cada catalán no hay un pequeño Pujol, con sus virtudes y sus defectos. Esto es lo que suele suceder cuando la política se transforma en cultura, en identidad ubicua y hasta en medio ambiente intangible.

El pujolismo ha sido, es, también, una praxis. De todo eso son tributarios, incluso, sus oponentes y todos aquellos que han querido marcar distancias con una hegemonía tan indiscutible. Para bien o para mal, 22 años no pasan en vano. Esta obviedad es la que permite pronosticar, igual que sucede en todos los periodos históricos extensos, que imaginar una Cataluña sin Pujol va a costar más de lo que parece.

El Parlament de Catalunya ha puesto en marcha esta semana una dinámica que abre dos caminos. Uno: la profundización de un pujolismo sin Pujol. Dos: la posibilidad de que el abanico de opciones que nos definen se abra y descubramos, por ejemplo, otras ideas sobre nosotros mismos. Otras ideas que están ahí esperando ser recogidas por alguien y que hablan, para empezar, del pluralismo real y creciente de unos ciudadanos ya inmersos en un mundo global del que recibe toda clase de influencias mestizas.

El primer camino, qué duda cabe, es el más fácil en lo inmediato. Y no hace falta ser militante de CiU para seguirlo porque la mística identitaria del pujolismo, ya lo he dicho, ha llegado a los rincones más íntimos de cualquier catalán. Es un hecho que el solo pensamiento de una Cataluña sin Pujol parece ya dejar un montón de huérfanos, acostumbrados a la vigilancia perspicaz y efectiva del gran padre de la comunidad. El segundo camino puede dar, hoy, hasta miedo a todos los que se han acostumbrado a la cuadrícula segura y rígida de los buenos y malos catalanes. Pero ahí está ese segundo camino como posibilidad estimulante, además de necesaria, porque a medio y largo plazo, no cabe duda, las nuevas generaciones verán las cosas de forma muy distinta. Son estos jóvenes los que exigen este difícil ejercicio de imaginación. Imaginación, por ejemplo, para darnos cuenta de que ya estamos, hoy, viviendo en el pasado.

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