Pensando en ellos
El barrio de la Font de la Pólvora nació hace unos veinticinco años en un valle de tierra roja, a un par de kilómetros del núcleo de Girona. Los bloques apretados, envejecidos, que ahora ocupa una población mayormente gitana, sirvieron en los primeros años para acoger a los emigrantes andaluces y extremeños que habitaban en barracas o en albergues provisionales de uralita. El barrio sale en los periódicos con cierta regularidad, aunque siempre en crónica negra: redadas de la brigada antinarcóticos, disparos a media noche. Conozco a un par de maestros que trabajan en la escuela pública de este barrio y deseaba desde hace tiempo hacerles una visita, pues me intriga la ilusión con la que se refieren a su labor docente. Mientras que la mayoría de profesores que conozco se muestran abatidos y hablan de su escuela o de su instituto en tono requemado o resignado, Montse, que trabaja entre los niños supuestamente más difíciles de la ciudad, no pierde nunca su apacible sonrisa. Josep Saguer, el director, también me recibe con una sonrisa. Son las nueve menos algo de un día luminoso de octubre. Los niños van entrando. Juegan al trompo o charlotean con la bolsita del bocadillo colgando de la mano. Un grupito de niñas celebra algo. Montse, que se acerca a saludarme, comenta con el director el porqué de la celebración. La familia de una de las niñas acaba de regresar de la vendimia en Francia y la niña exhibe, por fin, las deportivas con las que podrá asistir a la clase de gimnasia en condiciones. Benjamín también regresa de la vendimia. '¿Trabajabas en las viñas con tus padres?', le pregunta Josep. 'Sí', contesta Benjamín con naturalidad. Tiene unos 10 años y la mirada oscura, ensimismada.
El secreto de la escuela de la Font de la Pólvora es que ningún docente llega a ella forzado
Los niños se recogen en sus respectivas aulas y Josep me dedica un par de horas. Empieza explicándome su historia personal. Maestro vinculado desde su fundación a esta escuela, estuvo unos años en excedencia, estudió otra carrera. 'Necesitas marchar: aunque parezca mentira, te acostumbras a la dejadez ambiental, a la suciedad, a la miseria'. Pero ha regresado. El secreto de esta escuela es que ningún docente llega forzado. Todos la escogen voluntariamente. Esto explica la cohesión del grupo y del proyecto docente, muy hablado y compartido. Me habla Josep de este proyecto, repleto de propuestas imaginativas. De los talleres de plástica, cocina y teatro. O del ciclo superior de medio social en el que diversos profesores trabajan un mismo tema que llegan incluso a teatralizar. 'Abrir un libro, aquí, lección tal o cual, no funciona, hay que intentarlo por otras vías'. Lo principal es educar los hábitos. El orden, la higiene, la puntualidad. El bocadillo matinal: 'aquí no entra una chuche'. La limpieza: ni un sólo papel en el patio. Entra una profesora. Al parecer, un niña de P-3 ha vuelto a mojarse. Su mamá no le ha enseñado lo básico: no sabe comer, no sabe ir al lavabo. 'No es dejadez o falta de interés, al contrario: durante los tres años la mantuvo, como un bebé, pegada siempre a sus brazos. Es muy difícil que los padres entiendan sus responsabilidades...'.
Recursos no les faltan a los maestros. Todas las instituciones, Generalitat, Ayuntamiento, Cáritas, el Consell Comarcal, todo el mundo institucional colabora: todos los niños cuentan con becas de comedor, becas para material escolar, ayudas familiares. Las aulas y la biblioteca están bien surtidas, hay pocos alumnos por clase, las asignaturas más complicadas se desdoblan, la sala de informática es impecable, pronto todas las aulas estarán conectadas a la Red. La escuela, sin embargo, es un mundo aparte en el mundo marginal en el que los niños viven. Asimilar, fuera de las aulas, el hábito del trabajo, del compromiso, de la lectura, sería imposible en los angostos pisitos que habitan. Para paliar esta limitación, los maestros trabajan conjuntamente con los servicios sociales. Voluntarios de Cáritas y profesores contratados ayudan a los niños a hacer los deberes en las aulas del Centro Cívico Onyar, de moderna e impecable construcción. Para aprovechar el tiempo muerto después de comer, se ha ideado la hora del conte. El clima de las aulas y pasillos no puede ser mejor. Se trabaja con voz queda, no hay problemas de disciplina, el ambiente es entrañable y acogedor.
Y sin embargo, algo falla. Todo este esfuerzo, comenta Josep, no sirve para cambiar el barrio. Sirve para cambiar personas, individuos. Un par de niñas muy buenas que ahora están en la ESO tienen la ilusión de ser maestras. Los payos o gitanos que consiguen salvar el foso que les separa del mundo, se mudan de barrio. Los pisos vacíos no pueden reasignarse de cualquier manera, pero acaban siendo ocupados por nuevas familias que realimentan la marginación. Un grupo de jóvenes pulula por la zona con ánimo destemplado y destructor. Al parecer, proceden de Can Tunis y de la Mina, imprevistas consecuencias del Fòrum 2004. Los vasos comunicantes de la miseria.
Paseo por el barrio, después, con Gregorio, un andaluz de los primeros años. 'Hace menos de un mes, la brigada del Ayuntamiento sacó camiones de mierda y ya ve...'. Veo papeles, plásticos, latas, vidrios, zapatos, somieres, mugre. Y gallinas picoteando. Paso después un par de horas en el espléndido centro cívico hablando sobre cultura gitana con Narcís Badosa, el director, y con un joven antropólogo, Pep Ros, que está trabajando en un programa sobre la inserción laboral de los gitanos portugueses. Esfuerzo personal y esfuerzo institucional no falta, pero el destino del barrio parece irrefutable. Regreso a la escuela después, durante la comida. Los niños comen alubias alegremente. Sonia, una dulce monitora, psicóloga, me dice. 'Durante la primera semana del curso, no creí que pudiera resistirlo'. ¿Pasó algo grave? 'Al contrario. Están tan necesitados de cariño que a todas horas, incluso durante la noche, estaba pensando en ellos'.
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