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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El modelo catalán

El momento de máxima tensión entre el Gobierno español y el Gobierno vasco por el plan soberanista del lehendakari Ibarretxe ha coincidido con el debate de política general del Parlamento de Cataluña. Un debate especial porque es el último -el vigésimo- del incombustible presidente Pujol, que dejará el poder al final de esta legislatura. De su lírico discurso inaugural destacó la oportuna reafirmación de que el modelo catalán es constitucional y pacífico: 'Es el bueno'. Y la ya reiterada advertencia sobre el peligro involucionista en el Estado autonómico y la consiguiente amenaza de dejar de colaborar con el Gobierno central si no cambia algunas actitudes. Aunque estas conocidas advertencias apenas tendrán traducción práctica.

Los opositores fueron corteses al agradecer al presidente los servicios prestados. Pasqual Maragall lo colocó en el pasado, en el frontispicio de los presidentes que engrandecieron Cataluña, junto a Macià, Companys y Tarradellas. Algo que da idea del clima cívico que preside la vida política catalana y que tanto contrasta con el que se vive en Euskadi. Pujol insistió en que las reivindicaciones de fondo se harán en el momento oportuno, dando por supuesto que era impensable conseguir avances sustanciales en esta legislatura. Sus palabras dolidas sobre José María Aznar, al que acusó de atentar contra la lealtad institucional, no contrarrestaron la evidencia de que Convergència i Unió (CiU) está atada al PP para acabar la legislatura. Carod Rovira (Esquerra) sugirió que su problema es que no sólo el presente, sino también el futuro, lo tiene comprometido con el PP.

El propio Carod, en un discurso duro pero democráticamente impecable, repitió que 'ni la unidad de España ni la independencia valen el precio de una sola vida humana'. Su apoyo a la iniciativa de Ibarretxe 'por su valentía y por tener una idea clara del país que quiere' (lo que echa de menos en Pujol) fue seguida de una inequívoca condena del terrorismo. Pasqual Maragall, en cambio, pidió a Pujol que se comprometiera en el debate sobre el País Vasco y que se definiera con claridad ante el plan de Ibarretxe. Él mismo, por si había alguna duda, se pronunció en contra.

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Maragall fue quien salió vencedor esta vez del cortés pero áspero rifirrafe con Pujol, cuando reclamó la necesidad de recuperar el tiempo perdido durante la legislatura. Y pidió la disolución del Parlamento, que el presidente rechazó. Pujol ni siquiera se alteró cuando el líder del PPC, Alberto Fernández Díaz, le preguntó con quién contaba para acabar la legislatura. Hay matrimonios de conveniencia difíciles de entender, pero aún más difíciles de deshacer. Es el caso del de CiU con el PP.

Pujol empleó en las réplicas un tono dialéctico menor, evitando entrar a los trapos que le tendían. Ni debatió su idea de España con Maragall, ni la idea de Cataluña que Carod le reclamaba. Sus respuestas dieron al debate un clima de fin de etapa. La oposición de izquierdas (socialistas, Esquerra Republicana, Iniciativa) votará una propuesta que pedirá la reforma del Estatut. La llamada profundización del autogobierno va haciendo camino, sin grandes estridencias y con pleno respeto al marco constitucional y estatutario. Al fin y al cabo, en una situación de normalidad democrática como la catalana, afrontar la reforma del Estatuto tras 25 años de vigencia no es para escandalizar a nadie. Las instituciones están para adecuarse a los tiempos y a los cambios sociales: la Unión Europea, la inmigración, la sociedad de la información... No se trata de que haya un recalentamiento de la temperatura nacionalista que haga necesario modificar el marco, sino de adaptar éste a circunstancias y situaciones que no se daban cuando se aprobaron la Constitución y el Estatuto.

Pujol ha marcado con su personalidad y su mesianismo -entre la reivindicación permanente y la colaboración pragmática- el estilo de este largo tramo de la autonomía catalana, con empaque, pero también con cierta cacofonía. Pero Cataluña, sin Pujol, será distinta. Deberá saltar desde la institucionalización ya lograda a la plena modernización. Todo indica que para ello la renovación debería ser algo más que un simple relevo de personas.

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