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Tribuna:CIRCUITO CIENTÍFICO
Tribuna
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Las sombras de un escándalo científico

El comité para investigar unos fantásticos descubrimientos de física en Bell Laboratories ha emitido su veredicto: el acusado principal, J. Hendrik Schön, culpable de fraude en 16 trabajos; todos los demás colaboradores, no culpables. Buscando dejar atrás el incidente cuanto antes, Bell Labs ha actuado con decisión y maestría en las relaciones públicas, formando un comité prestigioso y, tras recibir su informe, despidiendo fulminantemente a Schön.

Pero ese documento legalista no contesta preguntas que están en los ambientes científicos. Por ejemplo: ¿cuál es la responsabilidad moral de Bertram Batlogg, líder del grupo, mentor del joven Schön y coautor de la mayor parte de los artículos fraudulentos? ¿Hasta qué punto están libres de mancha sus superiores, que al parecer ni pidieron detalles sobre los descubrimientos ni crearon mecanismos internos para evitar fraudes de ese calibre?

Al menos los dos primeros años, la relación entre Batlogg y el recién doctorado Schön debió de ser la de maestro y discípulo, según la cual éste ponía en práctica en diferentes materiales y dispositivos las ideas de aquél. Uno se pregunta qué tipo de supervisión hizo un científico tan veterano como Batlogg, que prácticamente nunca se acercó por el laboratorio ni exigió comprobaciones de los resultados, sabiendo la repercusión externa que tendrían. Y en cuanto a los superiores de ambos, parece increíble que hicieran triunfalistas declaraciones de prensa sobre las posibilidades comerciales de asombrosos dispositivos que nunca habían visto funcionar, o que no estimularan la colaboración entre grupos para explotarlas al máximo, o que dieran el visto bueno a los trabajos de Schön sin preguntarse cómo alguien es capaz de producir durante un año seguido un artículo científico cada ocho días.

Nada de esto parece preocupar al presidente de Bell Labs, quien en una nota a sus empleados venía a decir que este caso aislado en los 77 años de historia del laboratorio ha demostrado que tanto el 'sistema' de Bell Labs como el proceso científico funcionan bien. (Guardando las distancias, tales palabras recuerdan afirmaciones parecidas de los defensores ciegos de otro 'sistema', que ha dado lugar a los últimos escándalos en el mundo de los negocios.) Tampoco salen bien paradas en este suceso revistas científicas del renombre de Science y Nature, donde han aparecido los supuestos descubrimientos, ni los prestigiosos comités que han premiado a Schön y sus colegas por ellos.

Todas estas sombras serían anecdóticas y pasajeras si el escándalo no hubiera ocurrido en el laboratorio industrial más famoso del mundo o si no levantara sospechas de que algo huele a podrido también fuera de Bell Labs. Para disiparlas habría que contestar preguntas como éstas: ¿es el caso Schön una aberración o el producto de la estructura actual de la ciencia? ¿Es éste un episodio único, o un síntoma más de un problema general?

Si alguna vez lo hubo, hace mucho que pasó el tiempo en que ciencia y sociedad iban por caminos separados, sin influirse la una a la otra. El científico no es hoy el individuo aislado del mundo, que persigue sus descubrimientos guiado sólo por el afán de conocimiento y la búsqueda de la verdad, sin interesarse por la sociedad en que vive y sin ser afectado por los ritmos de una época en que reinan la velocidad, el éxito y la fama. Consciente del valor de la ciencia, la sociedad le concede un puesto central y a cambio espera de ella algo irrealizable: soluciones definitivas e inmediatas.

No es de extrañar que, ante tales expectativas, los científicos a menudo vayamos con la prisa del hombre de negocios o que hablemos con la superficialidad del político. El éxito profesional se mide hoy por el número de publicaciones, no por su calidad, y lo que no debiera ser más que un medio se convierte en el fin mismo de nuestro trabajo. Por eso, publicamos más que un Lope de Vega y nuestra agenda se asemeja ya a la de un viajante. En cambio, leemos y pensamos poco, y no dedicamos a nuestros estudiantes el tiempo y la dirección que merecen.

Jaleados por los medios de comunicación y presionados por los administradores del dinero, prometemos más de lo que podemos ofrecer, ya sea sobre electrónica molecular, el ordenador cuántico, el origen del universo, la fusión nuclear o la cura del cáncer. Las entregas de premios científicos se convierten en acontecimientos sociales que casi rivalizan con la noche de los Oscar de Hollywood. Los periódicos hablan de la nueva estrella científica como del último genio deportivo, y, por atraparla, laboratorios y universidades pelean entre sí como equipos de fútbol. En un terreno así abonado, lo sorprendente no es que aparezca un caso Schön, sino que haya tan pocos.

Probablemente, el informe de la semana pasada no será la última palabra sobre un escándalo que, junto a otros también recientes (ver EL PAÍS del 4 de septiembre), podría afectar negativamente a áreas de investigación de punta, y a la ciencia en general. El péndulo puede bascular al otro extremo, pasándose del culto a la ciencia a su desdén y a una disminución de su apoyo. También podría caerse en el vigilantismo o la caza de brujas, que erosionaría la confianza profesional entre colegas y dañaría la libertad necesaria para investigar.

Pero, como un fuego purificador, estos escándalos también pueden traer efectos saludables y ayudar a que las aguas de la ciencia vuelvan a su cauce. Por un lado, podrían servir para reescribir nuestro contrato con la sociedad, desmitificando la figura del científico y estableciendo una idea más realista de lo que la ciencia puede conseguir y del tiempo que necesita para ello. Por otro, deberían estimularnos (si no forzarnos) a poner nuestra casa en orden y a reevaluar nuestras prioridades, centrándonos en la esencia de nuestra profesión -la creación y transmisión del conocimiento- y haciendo oídos sordos a las sirenas del poder y la notoriedad.

Emilio Méndez es catedrático de la Universidad del Estado de Nueva York en Stony Brook.

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