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Columna
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La inmortalidad

Cerca del teatro Berliner Ensemble, en la casa donde vivía Bertolt Brecht, hay un Kellerrestaurant en el que sirven los platos preferidos del dramaturgo alemán. Los guisos, las carnes, las sopas, las salazones, acompañados de vinos blancos, son un homenaje cotidiano a la memoria del autor de Madre Coraje. Yo suelo mirar con un distanciamiento casi brechtiano los compromisos de la comida. El carácter comprensivo de mi madre y una mala educación de hierro me hicieron salir de la adolescencia sin ninguna preparación para las aventuras culinarias. Cuando no tengo confianza con los anfitriones, el placer de la mesa se convierte en un ejercicio de mortificación, con el tenedor del psicoanálisis apuntándome en la nuca y el cuchillo de las buenas costumbres partiéndome el corazón. Para no quedar pésimo, he aprendido a esconder los animales inmensos del mar y la tierra debajo de una simple hoja de lechuga, ayudado tan sólo por el velo espeso de las salsas y por las grietas paisajísticas de las comidas exóticas. El sentimiento trágico de la vida que Unamuno sentía ante los abismos de la inmortalidad lo sufro yo al abrir la carta de los restaurantes o al sentarme a cenar en la casa de unos amigos nuevos. Mientras comento en voz alta la buena pinta que tiene todo, calculo en secreto las estrategias de la disolución y el enmascaramiento. Por eso mismo le he tomado mucho cariño a las pocas cosas que me gustan, a los platos que me hacen sentirme una persona normal. Yo, que no sé comer, soy demasiadas veces el vivo retrato de lo que como.

Tengo que reconocer que la humilde inmortalidad culinaria de Bertolt Brecht me ha afectado mucho más que las promesas grandilocuentes de las religiones, las estatuas públicas y los manuales de literatura. La inmortalidad es un cóctel que combina nuestro instinto de consuelo con los licores de la vanidad y de la envidia. Nos gusta ser recordados tanto como nos molesta que los demás sigan viviendo sin nosotros, con los amaneceres y las noches del mundo al alcance de sus ojos, con el cabello y la piel de los cuerpos queridos en la yema de sus dedos. Al final, aunque la propia muerte sea la mejor coartada del nihilismo, preferimos revivir, revivirnos, en la imaginación del futuro, al amparo de las sombras leves de la memoria ajena. Soy un mal comensal, y nunca quedo muy bien ni con los cocineros, ni con mi familia. Pero he sido tan fiel a los dos o tres platos de mi vida, que puedo consolarme con el sueño de una inmortalidad amistosa y pasajera. Las croquetas del restaurante Los Manueles, que está en el mismo corazón de Granada, no son una obra de arte, y yo empiezo por reconocerlo cada vez que me empeño en ir a comer croquetas a Los Manueles ante el sobresalto de los partidarios de la nouvelle cuisine. El solomillo del restaurante San Remo no está mal, aunque hay amigos a los que les sobran razones para pensar que existen otras carnes en la ciudad. Mientras queden croquetas en Los Manueles y solomillos en el San Remo quedará algo de mí. Y sólo espero que algún desconocido lleve de vez en cuando a mi tumba un helado de Los Italianos, aunque se deshaga mucho antes que el puro habano que alguien ha dejado sobre la tumba de Brecht, bajo este cielo triste e impuro de septiembre.

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