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CLÁSICOS DEL SIGLO XX: UNA INVITACIÓN A LA LECTURA
Columna
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Valentía de la piedad

Hans Schnier, protagonista de Opiniones de un payaso, tiene el don místico de reconocer olores por teléfono. ¿A qué huele su país? En los años sesenta el mundo celebra el milagro alemán y las ciudades se reconstruyen con una farmacia en cada calle, pero Schnier no respira el aroma a prosperidad de quienes producen millones de aspirinas. Para él, el invierno huele a carbones de lignito y las chimeneas despiden humo putrefacto. En las brumas de la posguerra se fragua un destino hecho de capacidad de olvido.

Schnier es heredero de un emporio de lignito; le hubiera bastado no hacer nada excepcional para encumbrarse (un doctor en teología le suelta este apotegma: 'Por hombre, entiendo a alguien que se resigna'), pero, a diferencia de su hermano Leo, teólogo de glacial solemnidad, Hans escoge la cuestionable profesión de payaso y comete el error de ser fiel a sus emociones; pertenece a la comunidad protestante y se enamora de una muchacha católica. De Romeo y Julieta a West side story abundan los romances entre clanes enemigos. Lo singular en Opiniones de un payaso es el tema de la pasión arrepentida: Marie acepta a Hans el tiempo suficiente para descubrir que la hipocresía entre los católicos le depara un futuro superior a la sinceridad con un payaso protestante. El conflicto puede sonar anticuado para quienes no vivan en Irlanda o Chiapas, pero conserva enorme interés literario por la irónica perspectiva que asume Böll. Como Graham Greene, el gran cronista de la región de Renania fue un católico crítico de la jerarquía y las cuevas del Vaticano. En Opiniones de un payaso rehúye la facilidad de narrar desde su fe y adopta el punto de vista de un protestante, víctima de los prejuicios y las intrigas de los católicos. Con insólita empatía, Böll analiza su comunidad a través de la sinceridad del adversario.

La ordenada Alemania es vista por un irregular a punto de convertirse en un asocial

Abandonado por Marie, Schnier se lastima la rodilla, bebe en exceso, hace el ridículo en escena, pierde el empleo y ya sólo puede ejercer de bufón en su propia vida. La ordenada Alemania es vista por un irregular a punto de convertirse en asocial. Mientras el país entierra su pasado, Schnier desentierra opiniones como una versión más oscura y rica del lignito: 'Soy un payaso y colecciono momentos', afirma. El comediante describe la falsía de una época que cree aliviar sus males con el consumo. Su hermana se ha convertido en una estampa de la que nadie habla, una adolescente que sonríe a bordo del tranvía que la llevó a la guerra y a la muerte... Las familias revisan los cajones en busca de títulos nobiliarios con más ínfulas que en 1910... Los borrachos se ufanan de la magnífica diversión que les brindó el ejército...

La novela se ubica en Bonn, la nueva capital, un sitio gris que se resiste a ser narrado: 'No se puede describir una ciudad que no soporta exageraciones'. En ese anodino territorio, el payaso encuentra la elocuencia de los que hablan por excepción con el desparpajo de no ser oídos.

Schnier pasa parte de su crisis existencial en la bañera leyendo los periódicos de la tarde y bebiendo coñá. Desde su púlpito horizontal lanza una prédica achispada, sarcástica, que acentúa su caída. Como el protagonista de El extranjero, de Albert Camus, sabe que ningún sacerdote puede brindarle el consuelo de la mujer que ha perdido, pero no deja de buscar una fe que lo reconcilie con el cuerpo: 'Las manos de las mujeres casi dejan de ser manos: tanto si untan mantequilla sobre un pan como si separan los cabellos de la frente. Ningún teólogo ha tenido nunca la idea de predicar sobre las manos de las mujeres en el Evangelio: Verónica, Magdalena, María y Marta'.

Ya sea en sus narraciones breves (El pan de los años mozos, El tren llegó puntual) o en las elaboradas novelas de madurez (El honor perdido de Katharina Blum, Retrato de grupo con señora), Böll fue devoto de la claridad y la sencillez formal. Su fuerza deriva de las tensiones morales bajo la tersa superficie de su prosa. En 1975, Claudio Magris escribió en Il Corriere della Sera: 'Böll ha celebrado la inocencia de la pasión y la santidad del instinto como defensas contra la presión inhumana de los mecanismos colectivos de una sociedad tiránica'. No estamos ante los valores obvios de la corrección política, sino ante la ética como problema. De ahí su resistente densidad. En la noche de los simuladores, Heinrich Böll entendió la piedad como un atrevimiento, el ejercicio para perplejos donde los otros pueden tener razón.

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