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Columna
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Inevitable

Los otoños, en política, a diferencia de las primaveras, suelen presentarse calientes; éstas parecen llevar consigo mieles y esperanzas; y a los inviernos, que casi nunca nombran los augures, les pasa como a los veranos, que a penas cuentan para el menester. Después ocurre que las elecciones se celebran en primavera, o casi en el verano, incluso las autonómicas y municipales están prescritas por ley para la fecha fija que es el último domingo del mes de mayo del cuarto año del mandato de ediles y diputados, de municipios, los unos, y de CC AA de menos entidad los otros. Y por si fuera poco, los veranos son las estaciones de la revolución por antonomasia, como testifican entre otras muchas las fechas del 4, 14 y 18 de julio por poner ejemplos bien conocidos.

Pero el otoño suele estar proscrito como destino por más que la famosa revolución bolchevique fuera en otoño (en noviembre y no en octubre, como se dice), o un dictador de aquí muriera contra pronóstico un 20-N en plena estación. El otoño, decía, siempre va a ser caliente, porque hemos tomado la rentree como la continuación de lo que se congeló con la canícula desmovilizadora, y es, además, un período donde la economía ajusta, reajusta, se ciñe o se desparrama para cerrar a 31 de diciembre las puertas del mal o abrir las del bien. Este otoño valenciano viene, como no podía ser menos, caliente.

Para empezar, el PP celebra un congreso (regional) que ha de marcar la impertérrita temperatura que otros querrían que hubiera truncado la defección del líder. Y paralelamente al aquelarre, no hace ni dos semanas que el candidato designado como sucesor para competir por la Presidencia de la Generalitat ha dejado el cargo de Delegado del Gobierno para irse a pie al encuentro del aquí no pasa nada que tanto preocupa a los contrincantes.

Puesto que la tozudez de las encuestas asevera que la suerte de nuestros aspirantes está (en buena parte) en manos de la destreza de sus metrópolis políticas (Aznar y Rodríguez) y de la inversión en imagen que presten a las huestes valencianas, se deduce, de inmediato, que el resto de competidores, sin metrópolis unos, y sin metrópolis con verdadera fuerza los otros, van a sufrir lo indecible para abrirse un hueco en los juegos florales de los dinosaurios.

Es comprensible, por ello, que empiecen a menudear las voces amables que conminan al resto de la izquierda, es decir, a los que no tienen metrópoli solvente fuera de aquí, o, simplemente, no la quieren o no la pueden tener, se junten para paliar los rigores de un otoño dialéctico caliente que va a durar hasta la víspera del último domingo del mes de mayo del año que viene.

Esas voces que auguran una nueva mayoría absoluta del PP, a cuenta de que lo que hay a su izquierda no es capaz de unirse, y abominan de la inutilidad de comparecer en solitario, desconocen que ese sarampión de la izquierda es algo más que coyuntural y responde a mecanismos de articulación partidista muy similares a los que permitieron al PSPV rentabilizar la división de la derecha. Si entre 1982 y 1995, el PSPV se benefició de la división de la derecha (UV, PP, CDS, PRD), desde 1993, la derecha (desaparecido el CDS y minimizada UV), se beneficia de la división entre PSPV, EUPV y BNV. Lo esencial no es reconocer que el esquema se ha invertido, sino cuáles son las razones teórico-prácticas que impiden la simplificación rentable del mapa político -vía coalición o vía absorción-, cuando todo apunta a una derrota inequívocamente presentida por las víctimas.

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