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Columna
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Trayectoria

Se educó en un colegio de curas durante los últimos años de Franco, cuando la Iglesia del nacionalcatolicismo estaba haciendo uso de su opción espiritual por la conveniente democracia. Fue por entonces cuando apareció en su aula de bachiller un clérigo itinerante, que procedía del norte. Un célibe majo que decía que a él también le gustaban las chicas, claro que sí, pero al que más aún le atraía la violencia, quien sabe si como excitante contrapeso a su intimidad solitaria. El pastor casi justificaba la lucha armada aunque lo decía con una sonrisa de santo. La violencia, peroraba, es necesaria cuando hay un tirano; o cuando un pueblo está oprimido por otro; o una raza entristecida. Aquellas palabras, tan sentidas y profundas, las encaminaba luego el diácono hacia la exculpación patriótica, casi afectuosa, de las atrocidades que ya ejercían algunos mozos majos de su país.

Un año después el alumno fue a la universidad. Vio obreros a lo lejos, conoció la marihuana y se hizo imperialista de Moscú. De una parte estaba de acuerdo con el cura majo en que España no existía, que era un invento de los poetas de la Falange y del rey Leovigildo, y de la otra aplaudió la invasión soviética de Afganistán en 1979. Porque la URSS sí que existía de verdad y, además, era la madre de todas las patrias.

Mucho después de aquellas guerras, y tras un breve flirteo con la reencarnación, se hizo pacifista a efectos extranjeros. Por eso se solidarizó con Milosevic y sus esbirros, a quienes siempre defendió de las añagazas de la OTAN, sin que le impresionaran gran cosa los doscientos mil cadáveres de la antigua Yugoslavia: el horrendo fruto de la vivencia étnica. Dentro de nuestras fronteras, sin embargo, este ciudadano aún matiza su oposición a la violencia a cuenta de un oscuro y neocarlista contencioso.

En sus últimos tiempos ha revalorizado su querencia por el islamismo radical. Si antaño aclamó a Jomeini, hoy simpatiza con Sadam Husein y hasta llegó a medio a comprender el 11-S. Ayer, sin ir más lejos, aplaudió la espantada del ministro Benaissa, con quien comparte que Ceuta y Melilla son de Marruecos. Y Gibraltar, británico naturalmente.

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